1 de mayo de 2009

Esteban Goti Bueno: Ideologías y Dogmas

Las ideologías se gestan en estados puros. El mundo, en un estado de virginidad, se deja invadir por las ideas y así, el ideólogo da cuerpo a la doctrina. De tal manera, que toda filosofía, es decir, todo amor al conocimiento, está revestida de una blancura inocente. Un segundo paso en la conformación de la “idea” es el contraste de ésta con la realidad circundante. Pero esta inmersión en el escenario de la vida es una frustración de la primitiva doctrina, ingenua, que se ve discutida por los fenómenos del mundo tangible.

Ante ello, hay dos caminos como poco: En primer lugar, se puede barrer cuanto existe para hacer valer la “idea” originaria, a la fuerza, o bien, en segundo lugar, se puede adaptar la ideología al mundo en el que el ideólogo vive a diario. La primera fórmula, la de la extinción de la realidad, es la propia del totalitarismo. La segunda opción es de carácter humanista y amiga de la democracia. Probablemente en el propio cuerpo doctrinal de una ideología está sembrado ya el espíritu de la tolerancia o su reverso.

Existe una finísima frontera entre las ideas y las religiones. La filosofía política puede convertirse en un credo religioso con facilidad. Esto es un error grande. Las ideologías no pueden comportarse como fuentes de revelación, pues deberían estar en constante adaptación al medio. Sin embargo, el ánimo del hombre es diferente, come del árbol de la ciencia para ser Dios. El ser humano debería renunciar a creer que es constructor de la realidad, es sólo un heredero con capacidad de modelarla. De ahí que la libertad absoluta de la persona sea una posibilidad impracticable. Puede la persona todo pero con límites muy definidos. En ocasiones, el espejismo de ser hombre-dios, nos encarama para después dejarnos caer sin capacidad de asirnos a nada. De ser nuestra libertad absoluta, el asesinato, el robo, la injuria, no estarían penadas por ley alguna. No cabría la posibilidad de tener esperanza en una convivencia con respeto a los derechos básicos del ser humano.

Desgraciadamente, las personas se han empeñado en ello. Nuestra libertad, al igual que la de los otros vivientes, radica en nuestro desarrollo dentro de los límites que nos permite la Naturaleza. Jules Michelet, historiador francés del siglo XIX, decía que “el hombre es su propio Prometeo”, emulando así el fuego robado a los dioses por este personaje mitológico para ser capaz de dar vida. Una versión similar podría ser la del monstruo de Frankenstein, sólo que con una ambiente romántico de desasosiego. A los intentos de divina creación que cree poder llevar a término el frágil humano, siempre le aguarda, detrás de una esquina, la cruel realidad mundana para recordarnos que no tenemos la capacidad de alterar radicalmente la herencia recibida. El poder político, religioso y económico deberían prestar sus oídos a la poesía mística que viene aconsejándonos sobre esto desde el comienzo de la Historia escrita.

A pesar de ello, en nuestro mundo actual, el poder busca con empeño transformar el orbe a su antojo y la sociedad le sigue vociferando a favor. Hemos llevado a prisión las ideas, el intelecto, hemos cantado sus honras fúnebres al son del carnaval de la intrascendencia. “Pienso que creo[1] (extrema falsa humildad) que la filosofía política liberal, en su defensa, precisamente, de la libertad, debería respaldar el principio de que el hombre es libre dentro del marco que impone la herencia recibida, es decir la vida. ¿Podemos sustraernos al mal que existe en la Tierra? ¿Podemos sustraernos eternamente a la enfermedad, a la ruina, a la mala reputación, a los errores que criticamos en otros?

En el campo de la política estas preguntas podrían tenerse presentes. Una respuesta flexible, relativista-por qué no-, podría alumbrarnos diciéndonos que todo éxito que procure el hombre o todo mal que quiera evitar, escapa por amplios centímetros siempre a su control.

En este sentido, las ideas políticas podrían dividirse en dos bloques. De un lado, las ideologías aperturistas, de otro las autoritarias[2]. Si nuestro afán de exclusividad estuviese más rebajado, los partidarios de filosofías políticas que concedan como irrenunciables la libertad y la justicia para los ciudadanos, podrían converger para hacer fuerte a la población frente a los poderes omnímodos. Sin embargo, la rivalidad de las siglas y las esencias doctrinarias nos alejan de esta posibilidad. La consecuencia es que los partidarios del principio de autoridad descomunal ganan terreno, pues llegan a acuerdos mutuos con mayor facilidad que los aperturistas. ¿Quiénes conforman uno y otro bando? Aquí la pregunta, allí, en el abismo, escupo la respuesta. Pues bien, todos aquellos que entiendan que la libertad de la sociedad es un bien imprescindible que se debe conservar, engrosan las filas aperturistas. En este grupo podemos encontrar a liberales, por supuesto y también desde una perspectiva de moderación, a socialdemócratas y conservadores. No es, pues, sólo la ideología lo que redime del espíritu autoritario, sino la actitud de quien la personifica. Para ahondar en personalidades políticas capaces de llevar a cabo estas actitudes se hace imprescindible el cambio de un Parlamento dominado por los partidos, a otro en el que sean los representantes, los destinatarios de la soberanía nacional que corresponde a todos los ciudadanos.

En el campo contrario, en el de los autoritarios, podemos hallar a socialdemócratas y comunistas o socialistas radicales, conservadores fanáticos y nacionalistas intransigentes. Vemos que se ha repetido grupo ideológico, sin embargo lo que cambia es la perspectiva. En este caso entiendo a estos grupos como defensores intolerantes de la autoridad de los gobiernos, sobre todo si son unos y otros los que ocupan el sillón presidencial. Los liberales no deberían nunca engrosar las filas de los autoritarios, salvo que fanaticen el baluarte de su doctrina, la libertad, y la lleven a cabo de forma que reine la anarquía incontrolada, bien en el campo económico o en el político. El liberalismo no debe dejar de preservar su mundo ideal pero es aconsejable que no lo instituya como una religión sectaria que divide a los hombres entre trabajadores merecedores del éxito y vagos que han de cargar con la miseria. El relativismo al que he hecho alusión, permite que todos nos veamos en momentos de nuestra vida como militantes de uno y otro colectivo. La sociedad se degrada en cuanto la colectividad impide la iniciativa particular, o bien cuando el individuo cierra los ojos ante el sufrimiento de la exclusión social o material de sus conciudadanos.

No, los liberales no deben ser quienes cierren el entendimiento y el corazón ante la marginalidad o la pobreza, sino aquellos que defendiendo a la persona libre, entienden que no puede haber auténtica libertad, paz ni justicia mientras exista una bolsa de miseria que engendra malestar e inseguridad. Es aquí, donde la utopía liberal de un mundo compuesto de individuos felices con su propia producción y autogobierno, debe acercarse a la realidad de una sociedad con problemas y necesidades que exceden de los esquemas dorados que toda filosofía política contiene. Es así como el liberalismo irá acogiendo más huéspedes en su hogar; con liberales que no teman la solidaridad, porque saben que ninguna libertad se halla en juego por la lucha contra la exclusión de sectores de la población, en razón de su sexo, origen o situación económica. Estos nuevos liberales harán de los actuales estados, la cuna de una nueva forma de hacer política donde el pacto entre opciones aperturistas favorezca que la ciudadanía sea más libre, es decir, que se encuentre menos supeditada a las directrices de un gobierno, o de la ingrata fortuna. Estos nuevos liberales contribuirán a un mundo en el que los monopolios vayan reduciéndose, donde existan, verdaderamente, unas actividades económicas sin intervenciones despóticas que provoquen nefastas consecuencias como el hambre de los más débiles, de los que no parten de situaciones de igualdad en el inicio de toda relación económica. Ente quien mira hacia abajo y quien mira hacia arriba en un negocio, siempre habrá beneficios no pactados, sino impuestos, a favor de quien observaba desde las cumbres. Así se hizo el Tercer Mundo. Hoy, más que nunca se hace necesario otro 1789, otra toma de la Bastilla, que prescindiendo de los “intereses de clase”, sacuda la conciencia. No podemos delegar en los grupos antisistema la contestación a la injusticia que hay en el mundo. Cualquier auténtico liberal es capaz de percibirla.

La realidad resultante de esta nueva revolución incruenta, no es mundo de ciudadanos acaudalados, cuyas copas doradas rebosan de vino, no es la Arcadia feliz de acrisolado patriarcalismo que reivindicaba el diputado alavés Don Pedro de Egaña a mediados del siglo XIX, sino que por medio de una auténtica libre economía, y de un poder político no despótico, la ciudadanía podrá pisar con más seguridad el suelo que hoy en día se tambalea a causa del hambre, la guerra y la corrupción.

¿Qué es una economía libre real y un gobierno no despótico? Los dioses deberán insuflar más entendimiento en el próximo sueño.


[1] Expresión propia, elaborada con malicia para salvarme las espaldas de un hipotético error.

[2] Esta división es grosera, apto sólo para una breve reflexión como la actual.

Fuente: Club Liberal


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