29 de enero de 2010

Esteban Goti Bueno: 'Los horizontes liberales'

Sabiendo que no es prioridad del que suscribe, dotar al liberalismo de símbolos, líderes o banderas, entenderán por qué escribo este texto, tan poco vivo, tan deslavado y hervido. La urgencia de nuestro tiempo nos debería llevar a blindar la Democracia y las libertades que tenemos los ciudadanos, que se materializan en derechos no susceptibles de ser violados por los poderes. Quiero hablar de Poder y no sólo de Estado. Hay poder fuera del Estado que influye sobre él y la ciudadanía y el más fuerte es la opinión pública, distinto de la voluntad pública, expresada en el voto. La opinión pública es una maraña de conceptos que consiguen adentrarse en los ciudadanos y hacerles decir “sí señor” porque sí o porque no.

Y creo sinceramente que los ciudadanos tenemos derechos, anteriores a cualquier legislación. Un planteamiento demócrata radical diría que no a esto, porque sólo nos asistirían los derechos que nos conceda el parlamento elegido. Yo creo sin embargo, que aceptando la Democracia, el ser humano tiene derechos que no es necesario que se los den graciosamente y que ningún poder tiene derecho a eliminar. La Democracia es el sistema por el cual el derecho positivo de la sociedad sale hacia adelante, pero existen derechos propios del ser humano que no caben ser conculcados ni diezmados por ninguna asamblea. Pero desde el punto de vista liberal, qué es lo que sucede con esos previos que estoy defendiendo aquí. Principalmente creo que existe una diferencia grande entre conservadores-socialistas y por otro lado los liberales. Los del primer grupo creen que el ser humano tiene una serie de obligaciones o rectos caminos que se deben sobrentender, mientras que los liberales podrían situarse en el plano de la admisión de una libertad de elección del ser humano en el sendero de buscar su realización como persona. Eso sí, no admiten los liberales, como ningún ser humano consciente de su dignidad y la de los otros, los delitos que atentan contra la integridad y la vida. El socialista cree en una corrección de las desigualdades que le corresponde al Estado subsanar. El conservador afirma que el ser humano precisa de un comportamiento moral que le viene dado por la tradición de la sociedad. Sin embargo estos presupuestos, que con toda lógica pueden ser apoyados por diversos argumentos, encuentran en la mentalidad liberal un obstáculo. El liberalismo no encorseta al ser humano en una postura u otra, sino que simplemente quiere defender la libertad y dignidad de la persona, frente al poder que le gobierna, es más, advierte que el poder gobernante debe surgir del acuerdo ciudadano mediante el voto.

Desde el punto de vista económico, es frecuente oír en nuestros días que dado que existe una crisis habrá que revisar nuestro sistema económico. Creo que más bien, lo que es necesario revisar es el monopolio y el oligopolio que existe en la economía mundial, en los bloqueos y las patentes que impiden que los productos y mercancías se compren y se vendan libremente. Un sistema que impide que los productores del Tercer Mundo ganen lo que con su trabajo real están consiguiendo fabricar o cultivar.

No podemos aceptar de buen grado que se nos informe de que el sistema va a cambiar, pero no se nos diga cómo, o lo que es peor, que empiecen a intentar abastecernos de dinero, a cambio de arrebatarnos la libertad. Casi se ha escuchado en tono de venganza a varios ministros del actual gobierno, augurar cambios en el sistema y yo me pregunto por qué lo dicen tan violentamente, qué fuerza es la que les hace desear un cambio que por cierto aún no nos han comunicado en qué consiste. Yo creo en la necesidad de cambio de nuestro comportamiento económico y si no hagámonos una serie de preguntas: ¿Pueden todos los hombres de la Tierra ejercer plenamente su libertad? ¿Hay una justa retribución al productor de un bien por su trabajo realizado en todo el planeta? ¿Pueden todos los hombres de este mundo situarse en condiciones que les permita ser auténticamente libres?

Si no tenemos muy embotados los ojos y los oídos habremos respondido cada uno en particular lo que en conciencia sabemos. Pero a pesar de que el liberalismo es amable a nuestra percepción, pensemos un momento en qué fallamos pues en la Historia, las sociedades han preferido en diversos momentos el orden a la libertad, la tiranía a la democracia, el pensamiento único frente a la pluralidad. ¿Hemos vivido los liberales como si fuésemos amantes del orden establecido? ¿Qué respuesta hemos dado a quienes nunca han conocido el éxito? ¿Además de en las revoluciones burguesas del siglo XVIII y XIX, dónde hemos destacado?

Estas preguntas no tienen una respuesta ya sabida, sino que de verdad quieren ser un cuestionario breve en el que podamos realizar un examen de conciencia. No podemos permitirnos el lujo de que la sociedad ante una grave crisis se deje llevar por las teorías que le restan capacidad al individuo, ya sea el comunismo o el fascismo, como sí ocurrió en el pasado siglo XX. Hoy, el riesgo de un renacimiento de estas doctrinas es bajo, pero entiéndase que el sistema en el que creemos no puede edificarse de espaldas a la sociedad. Por ello yo quiero plantear una serie de prevenciones que quieren homenajear el liberalismo europeo que supo defender los derechos de libertad e igualdad desde le siglo XVIII y que después de la Segunda Guerra Mundial advirtió que el modelo prebélico no era capaz de hacer frente a crisis como las habidas entre los años 20 y 30 del pasado siglo. Como ya he mantenido en escritos anteriores, fueron liberales también los que se ocuparon de colaborar en la confección del estado de bienestar. Recientemente, creé con permiso de la familia de Joaquín Garrigues Walter una página en la red social Facebook, en su recuerdo. En ella, planteé la pregunta de si es el capitalismo el rasgo definidor de los liberales. No estaba en mi intención dar por sentada ninguna respuesta. En esta ocasión sí quiero darla porque creo que es el lugar adecuado. Creo que la libre economía, comúnmente llamada “capitalismo”, se encuentra cómoda en el tejido intelectual del liberalismo, pero no creo en una sinonimia entre ambos términos, pues liberal excede en contenido al término capitalista. Es más, los liberales pueden cumplir su papel atacando la crisis actual que vive la sociedad occidental, empezando por otras cuestiones y de hecho ya lo ha empezado a hacer. Muestra de ellos es que se han puesto enmarca unos grupos de trabajo cuyos objetivos no son sólo proponer medidas económicas, sino también colaborar en una redefinición de nuestro tipo de Estado, nuestro sistema de organización autonómica, nuestra organización social. Y es que los liberales tienen mucho que decir a la sociedad, porque ésta puede correr el peligro de acomodarse a un estado que mientras les llene el estómago, les prohíba ser ciudadanos de pleno derecho. Y en ese peligro estamos todos inmersos, pues nuestros ideales pueden verse contrastados con la penuria material. Y yo, que soy creyente, tengo bastante confianza en aquello de que nuestro espíritu es decidido, pero nuestra carne muy débil. De manera que propongámonos fortalecer el espíritu ciudadano, sin separarnos del débil, de quien no cosecha éxitos. No cometamos el mismo error que las democracias formales y constitucionales que vieron crecer al enemigo dentro de casa y no pudieron hacer nada para sofocarlo. Recordemos de nuevo Alemania, Italia, Rusia, en el siglo XX, y hoy día Venezuela o la misma Cuba.

Seamos prudentes en nuestra potencial deriva hacia una acomodación en el orden establecido. Acaso es el capitalismo, tal y como lo tenemos en la actualidad, la verdadera economía libre que felizmente coincidiera con las teorías liberales. Como vasco, no puedo dejar de mencionar a mi tierra, en donde la opresión del terrorismo ha incorporado a nuestra sociedad un miedo reverencial a romper con los respetos que ETA quiere implantar en todos nosotros. Cualquier persona decidida a contestar los prejuicios, que con el miedo, la banda ha querido inocular en el país, sería tachada de muy exigente, de muy idealista. ¿Qué nos ocurre? Si en algún lugar corre urgencia el sentido liberal de la convivencia democrática es en Euskadi, donde lo nacional ha estado muy por encima de lo personal durante demasiados años y defendido por las Instituciones además.

Quiero agradecer públicamente al Club Liberal Español que haya invitado a un joven de esa generación que hemos crecido con violencia, Santiago Abascal, para que comparta con ustedes su compromiso, ya largo, en la política vasca.
Tenemos urgencia de liberalismo, pero sinceramente, creo que debidamente alejado de una “moral luterana economicista”, que no nos acerca ni a nuestra historia como liberales y tampoco a la ciudadanía. El Club Liberal y todos los liberales españoles en contacto con él, lo están haciendo. Muchas gracias. 

Fuente: Club Liberal

Suicidio, suicidio asistido y eutanasia involuntaria


El PSOE ha abierto la puerta en su 37° Congreso a la posibilidad de legalizar la eutanasia en España. La noticia ha generado un aluvión de críticas por parte del sector liberal-conservador. Se arguye que el derecho al suicidio es una entelequia, que el suicidio asistido es como un asesinato, que el derecho asistido llevará a la eutanasia involuntaria como ha sucedido en Holanda, o que suicidarse es equivalente a someterse a un contrato de esclavitud. Ninguno de estos argumentos me parece convincente.

El derecho de auto-propiedad y el derecho al suicidio
El derecho a suicidarnos es una extensión lógica de nuestro derecho de auto-propiedad o derecho a decidir sobre nuestro cuerpo, que es también el punto de partida del derecho de propiedad sobre bienes o recursos externos. Nos apropiamos de los bienes de la naturaleza porque los ocupamos o usamos con nuestro cuerpo. Si nuestro cuerpo no fuera nuestro (suena incluso absurdo) difícilmente podríamos justificar que tenemos un derecho de propiedad privada sobre un recurso que hemos trabajado con nuestro cuerpo. En otras palabras, el derecho de auto-propiedad o derecho a decidir sobre nuestro cuerpo es el origen de los derechos individuales en el liberalismo. No veo cómo se justifican esos derechos sin apelar a la auto-propiedad, ni veo cómo, apelando a la auto-propiedad, puede uno argumentar que no podemos hacer con nuestro cuerpo (nuestra propiedad) lo que queramos.
Negar el derecho de auto-propiedad (negar que tenemos derecho a decidir sobre nuestro cuerpo) plantea irresolubles preguntas y absurdas conclusiones a un liberal: ¿Cómo se fundamenta el derecho de propiedad privada sin el derecho de auto-propiedad? ¿Cómo se justifica el derecho a la autodefensa sin el derecho de propiedad sobre nuestro cuerpo? ¿Tenemos derecho a drogarnos, a emborracharnos, a tomar un cigarrillo etc. o tenemos que esperar a que un tercero nos dé permiso? Más interesante aún: si nosotros no tenemos derecho a decidir sobre nuestro cuerpo, ¿quién lo tiene? Porque alguien debe poder decidir sobre nuestro cuerpo si es que nosotros no podemos, aunque solo sea para decidir que nosotros no podemos decidir. En este sentido, ¿no resulta paradójico que el derecho a decidir sobre nuestro cuerpo recaiga en alguien que es completamente ajeno al mismo, que ni lo siente ni lo controla?

Irreversibilidad
Los detractores del derecho al suicidio a menudo argumentan que el suicidio no debe ser permitido por sus graves consecuencias, a saber, su irreversibilidad. Si decidimos comprarnos un coche y luego no nos gusta, podemos deshacernos de él, comprar otro, etc. Si nos suicidamos ya no hay marcha atrás.
Pero lo cierto es que hay numerosas decisiones en la vida que tienen consecuencias irreversibles muy graves. No creo que ello sea un motivo para impedir por ley que la persona tome esas decisiones. ¿Puede arrepentirse en el futuro? Sí. Pero también puede no hacerlo, y de hecho la asunción detrás de la defensa de la libertad individual (al menos por parte de los liberales) es que nosotros sabemos mejor lo que nos conviene que los demás, y en particular mejor que el Estado.

El derecho al suicidio y el esclavismo voluntario
La irreversibilidad del suicidio también se utiliza para plantear una falsa analogía con el esclavismo: al suicidarnos no podemos luego dar marcha atrás; si firmásemos un contrato de esclavitud tampoco podríamos dar marcha atrás. Parece que quienes defienden el derecho al suicidio tengan que defender el derecho a firmar contratos de esclavitud o de sumisión.

El problema con esta analogía es que en el caso del esclavismo voluntario (al que yo me opongo, por las razones explicadas aquí y aquí) estamos hablando de alienar nuestra voluntad futura: nuestra voluntad presente –en el contrato– prima sobre nuestra voluntad futura –cuando una vez firmado el contrato queramos dejar de ser esclavos–. Pero en el caso del suicidio estamos ejerciendo nuestra voluntad presente en todo momento. El conflicto que puede surgir en el contrato de esclavitud (el esclavista nos obliga a ser esclavos a pesar de nuestro cambio de opinión) no surge en el suicidio o el suicidio asistido, donde nadie nos obliga a nada en ningún momento. Esta es la diferencia fundamental: en el suicidio nadie nos obliga a hacer nada en contra de nuestro consentimiento. Dicho de otro modo, en el contrato de esclavitud alienamos el derecho de auto-propiedad, en el suicidio/suicidio asistido ejercemos ese derecho.

El esclavismo voluntario implica que en el futuro pueden someternos contra nuestra voluntad, en el suicidio siempre se cumple nuestra voluntad presente. Es la misma diferencia entre mantener relaciones sexuales con el consentimiento presente y obligarnos a mantener relaciones sexuales en el futuro porque firmamos un "contrato de esclavismo sexual". Mi postura es: tenemos derecho a mantener relaciones sexuales en el momento presente (es ilegítimo que nos sometan sexualmente en el futuro en contra de nuestra voluntad después de haber firmado un papel), tenemos derecho a suicidarnos en el momento presente (es ilegítimo que nos esclavicen –nos sometan violentamente en el futuro– en contra de nuestra voluntad en aquel momento).

Hay dos alternativas coherentes a esta postura: todo lo apuntado arriba es legítimo (incluido que te violen en el futuro y que te torturen porque en el pasado firmamos un papel), o todo lo apuntado arriba es ilegítimo (incluido practicar sexo voluntariamente en tiempo presente...). Sin necesidad de recurrir a alambicadas argumentaciones sobre esclavismo voluntario etc., ¿qué postura parece más razonable o de sentido común? Supongo que la que considera ilegítima practicar sexo en tiempo presente es descartada por todos. Cualquiera de las otras dos (la mía, o la que acepta el esclavismo voluntario) acepta el suicidio asistido como legítimo.

En otras palabras, me opongo a que una persona pueda ser sexualmente violada en el futuro porque en el pasado firmó un papel aceptándolo (como la mayoría de los críticos del derecho al suicidio), pero considero que la persona puede consentir en el momento presente a mantener relaciones sexuales (como todo el mundo admite), esto es, a hacer con su cuerpo lo que quiera voluntariamente. De forma análoga, estoy en contra del esclavismo voluntario, pero estoy a favor de que en el momento presente la persona decida suicidarse.

De la vuelta al mundo a la cama del hospital
También podemos establecer el derecho al suicidio por medio de analogías que no nos remiten la típica imagen de un individuo con una pistola volándose la cabeza, saltando de un edificio, o incluso ingiriendo un compuesto químico. Imaginemos que los médicos diagnostican a Pedro una enfermedad que requiere una complicada operación antes de que acabe el año, pero Pedro no quiere pasar por quirófano o teme que la operación pueda dejarle paralítico, y decide dar la vuelta al mundo en vez de operarse. ¿Algún liberal está dispuesto a defender que Pedro sea detenido por la policía y obligado a someterse a esa operación? ¿No es obvio que Pedro tiene derecho a negarse a someterse a esa operación?

Ahora podemos ir cambiando los detalles del ejemplo para que su decisión se asemeje cada vez más a un suicidio puro y duro. Imaginemos que Pedro realmente no quiere seguir viviendo, y ese es el motivo por el que rechaza la operación. Imaginemos que Pedro está siendo atendido en el hospital cuando le diagnostican esa enfermedad, le informan de que el tratamiento puede convertirle en paralítico y él se niega a recibir tratamiento, prefiriendo la muerte. Todos estos casos me parecen esencialmente análogos al del suicidio, solo cambia el medio y las circunstancias, pero el acto y las consecuencias son equiparables.

El suicidio asistido y la relevancia del consentimiento
El derecho al suicidio asistido se sigue del derecho al suicidio. La persona que nos asiste a morir es el medio de nuestra voluntad, como podría serlo una pastilla o una pistola. Si tenemos derecho a decidir sobre nuestro cuerpo también tenemos derecho a decidir cómo queremos quitarnos la vida, a través de qué medios, y terceras personas igualmente tienen derecho a decidir si van a ayudarnos o no.
La diferencia entre quitarle la vida a una persona sin su consentimiento (asesinato) y quitarle la vida con su consentimiento (suicidio asistido) es la misma que hay entre quitarle 50 euros sin su consentimiento (robo) y tomarlos con su consentimiento (donación). El consentimiento con respecto a la propiedad de uno mismo es la clave, lo que distingue la agresión de la no-agresión. En el caso del suicidio asistido, el aspecto fundamental es que yo consienta en un determinado medio para terminar con mi vida, da igual que ese medio sea una pistola, un compuesto químico o un compuesto químico que me introduce en la boca un tercero.

Es imposible hablar de agresiones a la propiedad (también contra nuestro cuerpo, que es la más valiosa de nuestras propiedades) sin referirnos al consentimiento de la persona sobre el uso de esa propiedad. La intervención voluntaria de un tercero en el suicidio asistido no tiene nada de particular: dos personas adultas deciden voluntariamente sobre algo que es propiedad de uno de ellos.

Diferencias formales, medios y robots
Me parece meramente formal la diferencia entre tomarse un compuesto químico que han dejado preparado para nosotros, y tomarse un compuesto químico con la ayuda de un tercero, que se limita a obedecer nuestra voluntad. La acción es la misma, el resultado es el mismo, el consentimiento es el mismo. El hecho de que sea otra persona la que nos ayude no cambia ninguna de las tres cosas. Los que se oponen al derecho asistido por la presencia de esta tercera persona, ¿qué argumentarán en un hipotético futuro en el que existan robots que ejecuten nuestras órdenes mentales y sean éstos los que nos ayuden a morir? ¿También alegarán que se ha cometido un asesinato, por parte de una máquina, de una mera herramienta que obedece nuestras órdenes?

Holanda y la pendiente resbaladiza
Pasemos ahora de la teoría a la práctica. En Holanda el suicidio asistido es legal, y parece ser que un porcentaje minoritario pero importante de enfermos mueren a manos de los médicos sin que haya mediado su consentimiento expreso (Elentir expone datos y enlaza con informes en su blog) A esta práctica se la denomina eutanasia involuntaria, y muchos liberales que están a favor del suicidio asistido (voluntario) están en contra de este tipo de eutanasia.

Algunos utilizan el ejemplo de Holanda para argumentar en contra de la eutanasia en general, incluido el suicidio asistido con consentimiento expreso del paciente. Pero el ejemplo de Holanda no es en realidad un argumento para prohibir cualquier tipo de eutanasia, voluntaria o no; es en todo caso un argumento para permitir el suicidio asistido y prohibir/perseguir/penalizar duramente la eutanasia involuntaria. Sobre todo si tenemos en cuenta que la práctica donde media el consentimiento expreso del paciente es mucho más frecuente que la eutanasia involuntaria. No hay una razón a priori por la que no se puede legislar más restrictivamente y criminalizar con más rigor la eutanasia involuntaria.
Los críticos esgrimen el clásico argumento de la slippery slope o pendiente resbaladiza: si cedemos un poco, aunque ese poco no sea en sí mismo grave, se sucederá una cadena de acontecimientos que finalmente tendrá consecuencias graves. Si permitimos el suicidio asistido voluntario, que no es injusto en sí mismo, acabaremos como Holanda, con la eutanasia involuntaria practicándose con frecuencia.
Pero este tipo de argumento es difícil de compatibilizar con los principios liberales. Se está prohibiendo el ejercicio de un derecho apelando a la posibilidad de que algunas personas abusen de ese derecho. Pero, ¿qué culpa tiene el individuo que está ejerciendo adecuadamente su derecho de que otros vayan a abusar de éste? El liberalismo defiende derechos individuales, y en este sentido proscribe acciones que son agresivas/injustas en sí mismas, a nivel individual, no en el agregado. Los castigos colectivos, en los que por culpa de algunos se castiga o se penaliza a todos, no casan bien con el liberalismo.

El propósito de la ley es que se ajuste a los principios de justicia. Si el suicidio asistido se legaliza y en la práctica acaba deslizándose por la pendiente, unos ejercen sus derechos y los derechos de otros son violados, pero la ley no suscribe la violación de ningún derecho. La ley aceptando el derecho asistido y proscribe la eutanasia involuntaria, aunque en la práctica la prohibición de la eutanasia involuntaria no sea efectiva. En tal caso, estamos ante un problema de medios: hace falta encontrar los medios para aplicar la ley (justa) lo más eficientemente posible.

El argumento a favor de la prohibición del suicidio asistido también vale para justificar, por ejemplo, la criminalización de la prostitución, una actividad que los liberales consideran legítima. Se podría argüir que, si bien la prostitución no es intrínsecamente injusta y muchas personas se prostituyen de forma voluntaria, hay casos de trata de blancas, secuestros, violaciones etc. que justifican la prohibición de la actividad in toto. ¿Cuántos liberales están dispuestos a suscribir este argumento aplicado a la prostitución? Podría valer incluso para criminalizar el consumo de alcohol: muchas personas beben moderadamente y no causan ningún mal, pero unas pocas beben en exceso y provocan desórdenes y accidentes. ¿Debe prohibirse el consumo de alcohol a toda la población?

Eutanasia involuntaria
Quienes equiparan eutanasia involuntaria con asesinato lo hacen en base a una asunción que normalmente no explicitan. Es verdad que el paciente no ha expresado su consentimiento, pero ni en un sentido ni en otro. En este tipo de casos el paciente suele estar incapacitado para expresarse. Luego solo podemos asumir, intentar adivinar, cuál hubiera sido su elección. Los detractores de la eutanasia involuntaria asumen sin más que si no existe un consentimiento expreso formalizado el individuo hubiera elegido vivir. ¿Pero es razonable hacer esta asunción en todos y cada uno de los casos en los que no existe consentimiento expreso?

No lo tengo claro. En múltiples casos en los que una persona sufre incapacidad son sus más allegados quienes deciden por él, en el entendido de que ellos son quienes más interés tienen en el bienestar del afectado y tratarán de emular la decisión que aquél hubiera tomado. Es cierto, no obstante, que en este caso hablamos literalmente de una decisión de vida o muerte, y el riesgo de que esta decisión no sea tomada en interés del paciente quizás es mayor. Además, la preferencia por vivir es intensa en casi todas las personas, sea cual sea su condición.

Por este motivo creo que es válido asumir en general que el paciente quiere vivir si no se ha pronunciado, pero también pienso que hay que dejar la puerta abierta a la posibilidad de que esa asunción quede invalidada en casos particulares si se aportan pruebas o indicios suficientes que sugieren que la persona hubiera preferido morir. Es decir, la carga de la prueba recae en quienes piensan que el paciente hubiera elegido morir, pero no debe estar vedada esa posibilidad.

Al fin y al cabo, si una desgracia ocurriera a una persona que queremos profundamente y que conocemos como la palma de nuestra mano, una desgracia que incapacitara a esta persona para tomar decisiones, la sumiera en una enfermedad terminal y la hiciera padecer grave sufrimiento, ¿qué nos preguntaríamos? ¿Qué es lo que asume la ley o qué es lo que esa persona hubiera querido?

Nota: Recomiendo el capítulo "Suicidio y Eutanasia" de Intelib, de Francisco Capella, que trata este tema con más de detalle. No necesariamente suscribo al 100% todo lo que dice, pero en esencia estoy de acuerdo.

Privatización del matrimonio

Por Albert Esplugas Boter


En el debate relativo al status legal de las parejas homosexuales unos invocan al Estado para salvaguardar la definición tradicional de matrimonio y otros para enmendarla. Ambos recurren al leviatán burocrático para imponer a la sociedad entera su concepción moral particular. Tan imbuidos están de estatismo que no aciertan a imaginar un escenario en el que las cuestiones morales se diriman sin apelar a la coerción pública, un escenario en el que puedan coexistir pacíficamente los proyectos vitales más dispares sin que haya que implorar el beneplácito gubernamental.

La discusión se halla pervertida desde un comienzo, pues fija su atención en los primeros árboles sin advertir el bosque que detrás se extiende. No se aborda la raíz del problema, a saber, la intervención del Estado.

En la actualidad la formalización del matrimonio conlleva una sanción moral pública. Lo ilustra el propio ritual laico que patrocina la administración y el conjunto de textos legales y políticas que vienen a legitimar las uniones socialmente. Cabe plantearse entonces el siguiente interrogante: ¿es legítimo que el Estado sancione determinadas concepciones morales, sean cuales sean? La moral es un asunto subjetivo que compete a cada persona en particular. La función de la ley no es purificar las almas, sino proteger al individuo y su hacienda de la agresión ajena. A la justicia le incumbe la violación de derechos, no el que los hombres sean humildes u orgullosos, serenos o exaltados, trabajadores u holgazanes, egoístas o altruistas, religiosos, agnósticos o ateos. La virtud no puede imponerse por decreto, por un lado porque la gente tiene ideas distintas acerca de lo que es moralmente correcto y por otro lado porque la moral se vacía de significado si no hay libertad para elegir lo inmoral.

Si bien podemos demandar que los otros individuos no interfieran en nuestras acciones, no podemos forzarles a que las suscriban. Lo que hay que demandar del Estado en esta materia no es, por tanto, su gentil aquiescencia, sino su indiferencia más absoluta. Nadie puede violentar a un individuo por el hecho de ser casto o mujeriego, pero éste no puede obligar a los demás a que aprueben su conducta. Luego no constituye derecho alguno recibir el asenso público en cuestiones de tipo moral. Por ello la sanción del matrimonio, siendo como es un asunto moral (de primer orden para muchos, además), debe desvincularse totalmente del Estado; la institución del matrimonio debe ser privatizada por completo. Todos aquellos que quisieran formalizar su relación podrían establecer compromisos, acuerdos, y hacerlo público del modo que apetecieran. Los detalles acerca del reparto de bienes, herencias... podrían ser fijados mediante arreglos contractuales. Instituciones religiosas y laicas podrían sancionar moralmente las uniones que se ajustasen a sus criterios. En este escenario toda unión estaría permitida, lo mismo que toda sanción moral y discriminación por parte de particulares, colectivos y organizaciones privadas. Cada cual podría emparejarse con quien y cuantos deseara conforme a los términos que decidieran estipular entre ellos y nadie estaría obligado a suscribir moralmente tal conducta o a considerar dicha unión un matrimonio.

La opinión social-conservadora acierta cuando clama que el Estado no debe sancionar el matrimonio homosexual por cuanto supone imponer su legitimidad moral a la sociedad entera, la mayor parte de la cual no considera equiparable la unión homosexual con la heterosexual y un segmento de la misma incluso juzga abiertamente pecaminosas las relaciones del primer tipo. Los social-conservadores también advierten con sensatez que la nacionalización del matrimonio gay puede abrir las puertas a la futura sanción pública de las uniones poligámicas, incestuosas... Asumiendo que se trata de relaciones consentidas entre adultos (perfectamente legítimas, pues), aquellos que practicasen la poligamia, por ejemplo, podrían alegar un trato discriminatorio por parte del Estado: ¿por qué las parejas homosexuales reciben el favor público y no así las uniones poligámicas? A diferencia de los primeros, éstas sí pueden tener descendencia, y al igual que los gays los poligámicos también pueden sentir afecto y amor por los demás miembros del grupo. ¿Qué tiene el número dos que lo hace tan especial? Los defensores de la institucionalización del matrimonio homosexual dudosamente podrán ofrecer argumentos que no sirvan al mismo tiempo para reivindicar la sanción pública de la poligamia y otro tipo de relaciones.

Pero esto es sólo una parte del cuadro, la contemplada por los social-conservadores, que tristemente se detienen antes de llegar a las consecuencias últimas de su propio razonamiento: si el Estado no debe sancionar las uniones homosexuales porque de este modo se estaría imponiendo a la sociedad una concepción moral determinada, ¿exactamente por qué motivo sí debe sancionar entonces las uniones heterosexuales? Aquí los partidarios de preservar la institución pública del matrimonio heterosexual, como en el caso de los defensores de la nacionalización del matrimonio homosexual, no van a poder ofrecer argumentos que no sean también aplicables a otro tipo de relaciones. Si el fundamento del matrimonio heterosexual es el amor, ¿acaso éste sólo puede darse entre un hombre y una mujer? Por otro lado, ¿acaso se aman todos los matrimonios heterosexuales? Si el fundamento es la procreación, ¿por qué es lícito que se casen las parejas estériles o aquellas que simplemente no desean tener hijos? Si el fundamento es la tradición, ¿acaso no fueron tradicionales en el pasado los matrimonios concertados, las uniones con menores, el castigo del adulterio, la condena de las relaciones interraciales, la prohibición del divorcio...? La poligamia también era tradicional entre los mormones norteamericanos y sigue siéndolo hoy en algunas culturas. Si la pretensión es que el Estado no promueva los valores morales de determinados colectivos (minoritarios o mayoritarios), cabe oponerse a la nacionalización del matrimonio gay y al mismo tiempo abogar por la privatización del matrimonio heterosexual. Si un sector económico específico obtiene subsidios públicos, ¿debiéramos, en nombre de la no-discriminación, reivindicar el cese de estas ayudas o su generalización? Lo primero, evidentemente, pues el Estado no es neutral cuando otorga a todas las industrias idénticas subvenciones, sino cuando no se las concede a ninguna. Análogamente, lo que hay exigir es que el Estado se abstenga de sancionar el matrimonio heterosexual, no que sancione de forma idéntica también otro tipo de uniones.

¿Qué es lo que los social-conservadores y los social-progresistas esperan obtener aquí del Estado que no pueden obtener fuera de él? Parece que fundamentalmente los primeros buscan "protección" y los segundos, legitimación moral.

Los social-conservadores, como se ha dicho, se oponen con acierto a que el Estado sancione las uniones homosexuales (además de las poligámicas, las incestuosas...), pero fatalmente exigen su intervención en favor del matrimonio heterosexual. Tal proceder evidencia el deseo de privilegiar su particular concepción moral, a menudo con la confesada finalidad de salvaguardar su carácter sacro. La definición clásica de matrimonio (unión entre un hombre y una mujer) debe ser protegida, dicen algunos, y qué mejor custodio que la Administración. En primer lugar resulta cuando menos paradójico que tantos devotos cristianos confíen el resguardo del sagrado matrimonio a la institución que quizás más ha fustigado a la familia tradicional. Asimismo, asignar al ente público la protección del matrimonio heterosexual es tanto como concederle el poder para definirlo a su antojo. Si la Iglesia no desea que el Estado imponga aquellas concepciones morales que desaprueba, ¿por qué no aspira a despojarle de la potestad sancionadora que se ha arrogado desde un principio? Al fin y al cabo, para muchos cristianos la idea del matrimonio emana de la voluntad de Dios, ¿por qué entregar entonces al César algo que no le pertenece? En segundo lugar, es absurdo recurrir al Estado para proteger la definición del matrimonio clásico. ¿Desde cuándo las "definiciones" necesitan ser protegidas? ¿Acaso la definición de cristianismo, por ejemplo, requiere el amparo de la administración pública? Si alguien se empeña en llamar cristiano a un individuo que los demás tienen por hereje, ¿hay que acudir al parlamento para que promulgue nuevas leyes? ¿Concierne al gobierno el que los ciudadanos atribuyan significados distintos a las mismas palabras? La Iglesia puede sancionar los matrimonios heterosexuales y no reconocer el resto de uniones. Una fracción de la sociedad puede considerar que el matrimonio es la unión entre un hombre y una mujer sin que nada ni nadie le haga cambiar de parecer.

Los social-progresistas, por su parte, aspiran sobre todo a la legitimación moral de la parejas gays, que resultaría del hecho de recibir éstas el mismo trato a efectos legales que las uniones heterosexuales, siendo más bien secundario el contenido de las disposiciones en sí. Es decir, por encima de determinadas ventajas fiscales, por ejemplo, asociadas al matrimonio, lo que a menudo se pretende es la equiparación legal plena con las parejas heterosexuales de tal suerte que las uniones gays conquisten el mismo status social, una renovada legitimidad moral. Se demanda la sanción del Estado para normalizar las uniones homosexuales a ojos de la sociedad, obviando que los individuos tienen derecho a discriminar en lo que atañe a su persona y sus propiedades. Aquél que en sus fiestas sólo invita a hombres, aquél que en su casa sólo deja entrar a los que comparten su ideología, aquél que no contrata a musulmanes, aquél que no quiere tener amigos de raza blanca... todos poseen absoluto derecho a actuar de este modo. También aquellos que reprueban el matrimonio homosexual están en su derecho, y nadie puede servirse de la coerción para inculcarles otros valores. Se puede moralizar, claro está, pero pacíficamente, motivo por el cuál el Estado, con sus decretos de obligado cumplimiento, no es apto para semejante labor. Además, no pocas veces las prédicas del gobierno producen efectos adversos, o simplemente resultan inútiles.

La coacción moral social-progresista vendría a sumarse a la coacción moral social-conservadora que impera en la actualidad, y no brota el bien de dos males. En la escuela, por ejemplo, (en la pública presumiblemente más que en la privada) cuando se tratase el tema de la familia se enseñaría a todos los niños que el matrimonio homosexual merece igual consideración que el matrimonio heterosexual, de acuerdo con lo que dicta la ley y prescindiendo de si esa visión es compartida por los padres de los pequeños. En la empresa, los patronos subsidiarían a los cónyuges homosexuales de sus asalariados (puesto que podrían beneficiarse de la Seguridad Social que la compañía en parte paga a sus trabajadores), aunque censurasen este tipo de uniones. Otros "derechos positivos" que la nacionalización del matrimonio gay traería consigo (subvenciones, indemnización por muerte...) implicarían redistribuciones económicas entre individuos que no aprueban tales uniones y miembros de las mismas. Las leyes anti-discriminatorias por orientación sexual quizás saldrían reforzadas, obligándose a los hospitales, por ejemplo, a que reconociesen como familiares a los consortes homosexuales. ¿Es lícito forzar a los ateos a subvencionar las iglesias? ¿Es lícito que unos burócratas obliguen a un niño a aprender un idioma determinado en contra de la voluntad de sus padres? ¿Es lícito que nos prescriban a quiénes podemos invitar a nuestras propiedades y cuán serviciales debemos mostrarnos? Ninguna parcela está a salvo del afán regulador de los burócratas. El Estado paternalista y despótico se robustece conforme la sociedad interioriza la ficción de que la libertad es votar en unos comicios y de que la democracia es un benigno modelo de organización social. La independencia y la responsabilidad individual ceden entonces en favor de la usurpación y la moralización democrática.

Examinemos, por último, una línea de razonamiento pro-nacionalización del matrimonio más sofisticada que podría tener ciertos méritos, al menos en apariencia: que sea ilegítima la emisión de certificados, licencias... por parte del Estado no significa que no podamos solicitarlas si son necesarias para obtener o hacer algo a lo que tenemos derecho. Si pretendemos ser médicos, por ejemplo, y el Estado nos obliga a poseer una licencia para ejercer es lícito que la reclamemos aunque en un primer lugar no debieran compelernos a ello. De forma análoga, seguiría el argumento, es lícito demandar la "licencia matrimonial" para poder adoptar niños conjuntamente[1] o con el objeto de beneficiarse de rebajas fiscales.

Este razonamiento, sin embargo, se erige sobre un falso supuesto: que la sanción pública del matrimonio es equiparable a la emisión pública de licencias. La sanción pública del matrimonio va mucho más allá de la simple inscripción en un registro. Comporta una retahíla de medidas legitimadoras y "derechos sociales" que vienen a acentuar la moralización y el expolio estatal. Toda rebaja fiscal está justificada, pero no es lícito obtenerla por medios que están en contradicción con el objetivo último, la libertad plena. En el camino hacia la sociedad libre no cabe secundar retrocesos en ninguna parcela. La adopción, la reducción de impuestos... han de exigirse sin invocar a la nacionalización del matrimonio, absolutamente ilegítima.
En la controversia actual la privatización completa de la institución matrimonial debería satisfacer tanto a los social-progresistas que dicen buscar la igualdad ante la ley para las uniones homosexuales como a los social-conservadores que dicen oponerse a que el Estado las sancione. La solución liberal no es legalizar en positivo un asunto moral sino desestatificarlo, desregularlo. La solución liberal no es nacionalizar el matrimonio homosexual; es privatizar el matrimonio heterosexual.

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[1] A menudo se alega que las parejas homosexuales no tienen derecho a adoptar porque los únicos que ostentan derechos en esta coyuntura son los niños. Por lo general esta sentencia lleva implícita un juicio moral y viene a indicar que en realidad son otros los que tienen derecho a elegir por el menor en este contexto, aquellos que presumiblemente sí saben lo que conviene a los pequeños. Sin pretender fijar el punto exacto a partir del cual el niño es sujeto pleno de derechos (espinosa cuestión), se entiende que éste se halla subordinado a la tutela de terceros hasta que adquiere cierta autonomía moral. En caso de orfandad no hay razón para considerar ilegítima a priori la custodia por parte de otra pareja, individuo, grupo o asociación privada. Resulta curioso que muchos de los que niegan tal legitimidad aprueben en cambio la tutoría del Estado, el cual no puede tener derecho natural alguno a hacerse cargo de un infante. Centrándonos en las parejas homosexuales, el caso de más actualidad, impugnemos concisamente la principal objeción que se esgrime a la posibilidad de que puedan adoptar, a saber, que el niño requiere de la figura paterna y materna para su desarrollo y que la condición homosexual de sus tutores podría influir en la configuración de su propia identidad sexual.

En primer lugar, el niño puede desarrollarse correctamente en un ambiente monoparental y nadie sostiene que este escenario sea ilegítimo. En segundo lugar, consideremos las dos opciones: o bien la homosexualidad tiene un componente genético que la hace inalterable o bien se trata de una condición adquirida y mudable (pudiera ser también que en algunos individuos fuese genética y en otros fuese adquirida). Si la orientación sexual viene definida genéticamente la homosexualidad de los padres o cualquier otro elemento externo no afectará la orientación sexual del pequeño, pues ya está predeterminada. Si la orientación sexual es adquirida la condición gay de los padres podría influir de algún modo en la sexualidad del menor. ¿Es éste un motivo para vetar la adopción por parte de las parejas homosexuales? ¿Por qué debemos asumir que es negativa dicha influencia? Se trata de un juicio moral con el que no todos van a estar de acuerdo, pues hay quien no advierte nada de reprensible en una conducta homosexual ni considera que la influencia citada perjudique al niño. Ahora planteemos la siguiente analogía: un niño puede asimilar las ideas de Marx por influencia de sus padres comunistas. Desde un punto de vista liberal ese sería un nefasto input para el pequeño. ¿Acaso debería vetarse entonces la adopción a las parejas heterosexuales de filiación socialista? Es más, a las familias socialistas ¿no debería arrebatárseles a sus hijos, para que no les adoctrinaran fatalmente? Concediendo, sólo para la discusión, que la homosexualidad es moralmente censurable, ¿algún liberal está dispuesto a sostener que una influencia de tipo sexual es peor que una influencia ideológica de carácter socialista?

Como apunte final cabe señalar que una liberalización del mercado de las adopciones permitiría a los orfanatos privados fijar los criterios a los que debe ajustarse la familia peticionaria, con lo cual muchas cuestiones controvertidas quedarían resueltas (los centros podrían vetar la adopción, por ejemplo, a las parejas carentes de medios adecuados para mantener al pequeño, a las parejas menores de 16, 18 o 20 años, a las que tuvieran antecedentes criminales, a las que fueran drogadictas...)

Fuente: liberalismo.org

12 de enero de 2010

Por la legalización de la prostitución

Ética de la prostitución
Si algo caracteriza a los políticos es su hipocresía, su mezquindad, su nula capacidad intelectual y, sobre todo, el absoluto desprecio que tienen a la libertad de las personas. Así, los cráneos privilegiados del Ayuntamiento de Madrid (véase Gallardón y Ana Botella) han tenido la brillantísima idea de empapelar todas las estaciones de metro con una campaña publicitaria en contra de la prostitución que nos dice lo siguiente:
Tú dinero hace mucho daño. Porque tú pagas, existe la prostitución.
Todo ello bajo una imagen que muestra un prostíbulo de carretera con el nombre "Club Tráfico de armas" en un caso y "Club Explotación de Mujeres" en otro. En la radio se pueden escuchar cuñas como la siguiente:
Soy un billete de 50 euros, y he visto muchas cosas... mi dueño es un proxeneta, y ahora estoy con muchos compañeros, porque nos van a cambiar por un kalashnikov... Tu dinero hace mucho daño. Porque tú pagas existe la prostitución.
La idea es culpabilizar al cliente insistiendo que su dinero es la causa de la explotación de la mujer y el tráfico de armas. Además de derrochar demagogia, es una memez, qué duda cabe.
Veamos. Si se tuviera que resumir todo el liberalismo en una sola idea ésta seria que cada ser humano es propietario absoluto de sí mismo. Esto significa que cada persona debe ser la única que tome decisiones sobre su vida y sus propiedades, entre ellas su cuerpo.
Las personas, por tanto, pueden mantener relaciones sexuales con quien consideren oportuno siempre que las dos partes estén de acuerdo. Una prostituta es simplemente una persona que intercambia voluntariamente servicios sexuales a cambio de dinero. La palabra clave es "voluntariamente", es decir, que se cumple lo siguiente:
  1. La cooperación se basa en el contrato, en donde cada parte le entrega voluntariamente una cosa a alguien.
  2. Se basa en la simetría porque las dos personas mantienen una posición de igualdad. No hay niveles ni subordinación.
  3. Cada uno de los participantes persigue sus propios fines.
El tercer punto es importante porque algunos nos intentan convencer de la necesidad de la ilegalización con el argumento de que la prostituta realmente no quiere hacer ese trabajo y está explotada.

Pero la verdad es que la relación entre prostituta y cliente se establece porque ambos creen subjetivamente que saldrán beneficiados con el intercambio. Un intercambio es económicamente posible solamente entre personas cuyas valoraciones de los bienes y de los medios de intercambio difieren en direcciones opuestas. Cuando existe una desigualdad en las valoraciones subjetivas. Cada uno valora el bien que va a adquirir en mayor grado que el bien que ya posee. Por lo tanto, las dos partes ganan porque, de lo contrario, el acuerdo no tendría sentido y no se efectuaría.

La prostituta, como todos nosotros, ejerce la función empresarial. Persigue un fin que ha descubierto que subjetivamentees importante para ella e intenta encontrar el medio que subjetivamente cree más adecuado para lograr ese fin. Y simultáneamente renuncia a otros fines y medios que considera menos importantes según su propia escala valorativa de fines. (Es importante señalar el carácter esencialmente subjetivo que tienen los fines, medios y costes.) Ha valorado los pros y los contras de las distintas opciones que se le presentan y se ha decantado por la más atractiva (económicamente o por otros motivos). ¿Por qué no se merece entonces los mismos derechos que las demás profesiones?

Los servicios que presta la prostituta pueden ser a cambio de dinero y/o de otros bienes y servicios. A muchos lo que realmente les molesta es que haya dinero de por medio. Pero, ¿por qué la legitimidad de un acuerdo va a variar dependiendo de si se efectúa con o sin dinero?

Si el intercambio (practicar sexo a cambio de dinero) no viola los derechos de nadie, ¿con qué derecho alguien puede inmiscuirse y prohibir un acuerdo voluntario y libre entre dos personas?

Ninguna opción moral concreta justifica la prohibición y la ilegalización de la prostitución. En este sentido, la posibilidad de prostituirse es un derecho humano.La prostituta tiene todo el derecho de explotar su cuerpo como quiera.

Un aviso para navegantes, es decir, moralistas, feministas y demás liberticidas: que sea un derecho no quiere decir que se tenga que ejercer. En ningún momento estoy recomendando a la gente que se prostituya. Simplemente estoy diciendo que es una decisión estrictamente personal que no incumbe a terceros.
Una prostituta no es ninguna víctima. Se convierte en tal cuando el Estado ilegaliza la prostitución y la deja sin cobertura ni derechos legales, como veremos a continuación.

Consecuencias de la prohibición

Si de algo nos advirtió el gran Frédéric Bastiat fue de la necesidad de tener en cuenta las consecuencias no previstas de las acciones humanas y en particular de las políticas. La experiencia de la ilegalización de la prostitución es instructiva porque muestra claramente los resultados desastrosos de tratar de suprimir una actividad pacífica y voluntaria mediante una ley coactiva (e ilegítima).

1) Abandono institucional: las deja sin derechos ni protección

Éste es el punto más importante. En el anterior artículo comentamos que la prostitución no dejaba de ser una profesión como cualquier otra en la que dos personas efectúan una transacción voluntaria. Ahora habría que añadir que sin instituciones adecuadas una verdadera economía de mercado no es posible (Coase). Lo cual significa que sin el apoyo del Estado de Derecho, la prostitución no puede ejercerse sin inseguridad jurídica y social.

La ilegalización hace que dejen de ser sujetos éticos. No están regulados ni sus derechos ni sus obligaciones. Las prostitutas están desprotegidas y se les puede maltratar. Se les puede secuestrar, pegar, violar, robar y forzar a prostituirse. Están en una situación discriminada y sin derechos. Se ha demostrado que las prohibiciones no acaban con el problema sino que lo único que hacen es empeorar las condiciones de trabajo de las mujeres que seguirán ejerciendo. Trabajan en malas condiciones de seguridad, limpieza, higiene y tranquilidad.

Sabemos que no vivimos en un mundo ideal y que siempre se seguirán produciendo injusticias y abusos aunque se legalice la profesión. Sobre todo conociendo la nula eficacia e ineptitud de quién tiene que protegernos (véase Papá Estado). Pero lo que se debe buscar es lo siguiente: garantizar los derechos a aquellas mujeres que deciden trabajar en la prostitución y limitar los abusos que hoy ejercen sobre ellas en los burdeles.

Una vez legalizada la prostitución, las que quieran continuar en la clandestinidad (para no pagar impuestos) lo harán voluntariamente y bajo su responsabilidad. Deberán asumir los riesgos.

2) La ley no funciona, no consigue lo que se propone (reducir la prostitución)

Es bien conocido que la prostitución es tan antigua como la humanidad. Y todo parece indicar que la humanidad no está para muchos cambios, porque la prostitución sigue siendo demandada enormemente pese a su ilegalización. Atendiendo a la gran cantidad de dinero que mueve, podemos asegurar que el mercado más antiguo de la historia no parece que vaya a desaparecer. Y sin embargo, pese a no violar los derechos de nadie, está ilegalizada.

¿Cómo puede el Estado decidir si se tiene que reducir una determinar profesión? ¿En base a qué? ¿En base a que a los políticos les parece una actividad denigrante? ¿Intrínsecamente perversa? ¿Deshumanizante? Quizá debieran entonces reflexionar un poco sobre su propia profesión.

El objetivo que hay que proponerse no es reducir la prostitución, sino reducir las víctimas del tráfico de blancas y personas. Y eso se consigue legalizando la profesión para establecer claramente la distinción entre prostitución voluntaria (decisión propia) y prostitución coactiva (esclavitud), y persiguiendo fuertemente la segunda.

3) Convierten a gente honesta y pacífica en criminales

La ilegalización produce la estigmatización social y persecución de una trabajadora honesta y pacífica. Muchas veces los bancos son reticentes a concederles préstamos y las aseguradoras prefieren evitarlas. Sufren el menosprecio y la discriminación que todos conocemos.

4) Crea "mercados" en donde la competencia es violenta y no pacífica como en los legales

No están basados en el contrato y la cooperación. Aumenta la violencia y la inseguridad ciudadana.

5) El precio del servicio es mucho mayor en un mercado negro que en un mercado legal competitivo

Todo producto en un mercado negro tiene un precio más alto porque la falta de oferta y falta de competencia provocan la escasez de los servicios que la gente considera indispensables. Llega al mercado una menor cantidad que la demandada. Existe más demanda que oferta y los clientes están dispuestos a pagar un precio más alto por el servicio que se les prohíbe. Además hay que pagar al intermediario clandestino.

6) Los servicios en los mercados ilegales son de una calidad menor que en los mercados legales competitivos

La falta de competencia y de legalidad hace que no haya ni el control ni las exigencias que se darían en un mercado legal.

7) Provoca una delincuencia asociada

Los enormes beneficios del mercado negro incentivan que los criminales violentos entren. Provoca una delincuencia asociada, a menudo muy violenta. Existe un submundo ilegal en el que se da inmigración ilegal, extorsión, tráfico de drogas, falsificación de documentos y delitos económicos que aumentan la delincuencia y la violencia. La legalización ayudaría a luchar contra el resto de actividades.

8) Hace que el sistema de justicia sea más corrupto

La legalización acabaría con un foco importante de corrupción que aumenta en todos los niveles del Estado debido a la gran cantidad de policías, jueces y demás autoridades que han sido comprados, sobornados o extorsionados por las mafias, creando un gran ambiente de desconfianza por parte de la población hacia el sector público en general.

9) El Estado convierte actividades pacíficas en criminales

Este punto es importante. Hay que derogar el artículo 188 del Código Penal, que prohíbe el proxenetismo, es decir, el dedicarse a la prostitución como empresario. Prohíbe que se establezcan relaciones laborales entre prostitutas y empresarios. Impide al empresario establecer tratos comerciales entre la prostituta y otra persona, aun con el consentimiento de las mismas. Hay que derogarlo porque hay que reconocer a la prostitución como profesión. Debe tener los mismos derechos laborales que las demás profesiones.
La prostitución se tendría que poder ejercer de forma autónoma o en contrato con algún empresario. Tienen que tener la posibilidad de establecer sus propios negocios.

10) Provoca un aumento de poder y gasto estatal

Supone un gran recorte de libertades (impuestos, intervenciones, vigilancia) porque una enorme cantidad de recursos van destinados a prohibir y perseguir actividades pacíficas consensuadas en vez de perseguir a los verdaderos criminales y delincuentes.

Hay gente que defiende la legalización sólo por los elevados impuestos que recaudaría el Estado. A mí me parece que ésta sería precisamente una gran razón para no legalizarla. Además está demostrado que incentiva el que muchas prostitutas que ejercen por decisión propia lo hagan en la clandestinidad para no pagar impuestos.

Conclusión

La conclusión es que el Ayuntamiento se ha gastado nuestro dinero (que tanto nos cuesta ganar) en una campaña paranoica que no tendrá ningún tipo de resultado. En la próxima campaña para criminalizar al ciudadano seguramente nos mostrarán al niño negrito africano famélico muriéndose de hambre y dirán que es debido a que hay gente que paga por servicios sexuales.

Aunque yo propondría la siguiente: "Porque te quitamos TÚ dinero, NOS lo podemos gastar en campañitas liberticidas diversas". ¿Qué tal?

11 de enero de 2010

La tradición hispana de libertad


Comunicación enviada a la Conferencia organizada por Acton Institute y celebrada los días 1 a 3 de junio de 2005 en Orlando, Florida (U.S.A.).
 
El 14 de enero de 1639, las tres ciudades del río Connecticut –Windsor, Hartford y Wetherfield- como resultado de los trabajos realizados para constituirse en un Estado o Commonwealth, bajo un gobierno común, aprobaron The Fundamental Orders que, en su preámbulo, define los propósitos buscados. Estos son, por un lado, mantener y preservar la libertad y la pureza del evangelio de nuestro Señor Jesús y, por otro lado, ordenar y disponer los asuntos del pueblo, para lo cual, y a fin de asegurar la paz y la unión de tal pueblo, resulta necesario el establecimiento de un ordenado y decente Gobierno. Esto sentado, el documento, en sus once artículos, establece, entre otras cosas, las normas para elegir, tanto el Gobernador como los restantes cargos públicos.
 
The Fundamental Orders de Connecticut, que es la primera Constitución escrita conocida, marca el comienzo del liberalismo en América, 137 años antes de la Declaración de Independencia de las trece colonias, suscrita en Filadelfia el 4 de julio de 1776. En efecto; el gobierno de la nueva Colonia, diseñado por algunas de aquellas personas que, a partir de 1620, emigraron de Inglaterra para huir del absolutismo político y la intransigencia religiosa de Jacobo I Estuardo, se basa en cuatro fundamentales aspectos. Primero, para ser admitidos al sufragio, los libreshombres o habitantes de la Colonia no están sujetos a ninguna identificación religiosa. Segundo, los poderes de todos los magistrados públicos están estrictamente definidos y limitados. Tercero, los habitantes, si bien no poseen plenos derechos políticos, disfrutan del derecho legal a elegir diputados para la Corte. Cuarto, el Gobernador tiene sus poderes fuertemente limitados y tiene prohibido presentarse a inmediata reelección. Y quinto, no se halla en todo el texto ninguna referencia a autoridades exteriores a la Colonia; la de Massachusetts de la que las tres ciudades se habían separado, queda ignorada y lo que es más importante, se ignora también a Carlos I, monarca reinante en Inglaterra. Todo ello permite afirmar que el gobierno de Connecticut constituye la última instancia de una asociación política, de carácter eminentemente liberal.
 
Pero, ¿de dónde surgió la genial inspiración que llevó a unos cuantos colonos, alejados de los centros de pensamiento de la vieja Europa, a desarrollar una teoría política tan en contraste con la que imperaba en su época? Está generalmente admitido que el clérigo puritano Thomas Hooker, uno de los fundadores del Estado de Connecticut, influyó decisivamente en el contenido de The Fundamental Orders, a consecuencia del sermón pronunciado en Hartford el 31 de mayo de 1638, a partir del texto del Deuteronomio (1,13) donde se lee “Elegid de entre vosotros hombres sabios, conocidos entre vuestras tribus, y yo les pondré a dirigiros”. Apoyándose en él, Hooker mantuvo que el fundamento de la autoridad del gobierno radica en el libre consentimiento del pueblo; que la elección de magistrados públicos corresponde al pueblo por voluntad del propio Dios; que quien tiene poder para designar a los magistrados públicos, lo tiene también para establecer los límites dentro de los cuales los elegidos deben ejercitar el poder conferido. Entre las razones dadas para asentar esta doctrina, Thomas Hooker señala que mediante una elección libre, los corazones del pueblo estarán más inclinados a amar a las personas elegidas y más dispuestas a rendirles obediencia. Y concluyó su sermón, lanzando este desafío: Ya que Dios nos ha dado la libertad, tomémosla.
 
Y ¿de dónde –sería la subsiguiente pregunta- le vino a Hooker la inspiración, en materia política, para afirmar lo que afirma en el memorable sermón de las elecciones? Una hipótesis que, si bien no totalmente contrastada por el cotejo de textos, la identidad de pensamiento permite sostener, es que la fuente sería la llamada Escuela de Salamanca y que las cosas pudieron suceder de la siguiente forma. Francisco Suárez, eminente doctor de dicha Escuela, publicó en 1613 su famosa Defensio fidei catholicae que, por sus ideas políticas, no religiosas, fue mandada quemar tanto por el anglicano rey inglés – Jacobo I- como por el cristianísimo rey francés –Luis XIII- ya que entonces el absolutismo era la doctrina oficial tanto en Inglaterra como en Francia. La Defensio fidei de Suárez pudo ser conocida por Thomas Hooker que antes de emigrar a Holanda para pasar luego a Massachusetts, estudiaba en Cambridge desde 1611.
 
Que el pensamiento de Thomas Hooker, en lo tocante a la organización política, es liberal, es evidente. Tampoco ofrece dudas que sus ideas coinciden con las que, en relación con la sociedad civil y la autoridad política, sostiene Francisco Suárez en su Defensio fidei, dirigida a los Serenísimos Reyes y Príncipes, hijos y defensores de la Iglesia Romana y Católica. Francisco Suárez, en acuerdo con el pensamiento dominante en la Escuela de Salamanca, afirma que todo poder viene de Dios, reside en el pueblo y éste, mediante un acto libre de la voluntad, lo transfiere, eligiendo la persona o las personas que lo han de ejercer. Y ésta es también la doctrina sostenida por Thomas Hooker no sólo en el sermón que precedió a la Constitución de Connecticut sino en otros textos suyos conocidos. Esta coincidencia avalaría la tesis del papel germinal del pensamiento católico español de los siglos XVI y XVII, tanto en política como en economía. La Universidad de Salamanca no sólo habría sido la primera en defender, dos siglos antes de Adam Smith, el liberalismo económico, sino también la fuente nutricia del liberalismo político, ochenta años antes de Locke.
 
La escolástica medieval
 
Esta afirmación me obliga ahora a retener su atención para referirme a los antecedentes, génesis y desarrollo de esta hoy famosa Escuela de Salamanca. Se dice, no con cierta imprecisión, que la Edad Media es el tiempo de la filosofía cristiana. Es, por lo menos, cierto que durante esta época existió una verdadera especulación filosófica cristiana, aunque no lo es menos que hombres que tuvieron una misma fe sin quebrantos y sin merma del acuerdo fundamental, discreparon y en algunos casos no poco, en sus ideas filosóficas. A este respecto quiero citar tan sólo, por un lado, a Juan de Fidenza, más conocido por Buenaventura (1221-1274) y, por otro lado, a Tomás de Aquino (1224-1274). La doctrina del Aquinatense está llena de equilibrio y en ella se conjugan armónicamente lo natural y lo sobrenatural, el orden social, el bien común y el bien privado. En cambio, San Buenaventura es el primer gran maestro de una dirección teológica, filosófica y social muy distinta, por no decir contrapuesta, a la tomasiana. Frente al naturalismo personalista y trascendente de Aquino, la postura acusadamente teocéntrica de Buenaventura puede inducir a una infravaloración de todas las realidades naturales humanas, en cuanto no son sobrenaturales. Así puede explicarse que en los escritos del gran Maestro franciscano apenas se preste atención a los aspectos sociales y económicos, aunque también cabe sostener, evidentemente, que tal silencio es debido a que su preocupación era exclusivamente teológica.
 
Sea de ello lo que fuere, la verdad es que, grosso modo, a partir de ambos magisterios, el pensamiento escolástico se escinde en dos grandes corrientes, la tomista, adoptada sobre todo por los dominicos, de orientación aristotélica, y la franciscana, de orientación platónica; aunque convenga, en primer lugar, insistir en que se trata de una interpretación de carácter general que admite notables excepciones – cual es, por ejemplo, la de San Bernardino de Siena que, siendo franciscano, en materias económicas mantiene posturas totalmente tomasianas- y advertir, en segundo lugar, que las respectivas orientaciones de partida se desdibujarán al impulso de las transformaciones filosóficas y socio-económicas que tendrán lugar en los siglos XIV y XV.
 
Pido perdón por detenerme, aunque sea en forma tan superficial y breve, en estos aspectos de la primera escolástica, bien conocidos de todos ustedes, pero me parecía imprescindible para llegar a lo que pretendo y es que, mientras tenía lugar la evolución del pensamiento escolástico en la línea aristotélica-tomista, desde principios del siglo XIV se desarrollaba la corriente místico-especulativa, cuya principal figura fue el Maestro Eckhart (1260-1327) y en la que están los orígenes del idealismo hegeliano. Este movimiento aparece en un momento en que frente a la unidad imperial comienzan a surgir las nuevas nacionalidades, coincidiendo con la ruptura entre el poder civil y el papal, puesta de manifiesto en las enconadas luchas entre Felipe el Hermoso y Bonifacio VIII y entre Luis de Baviera y Juan XXII. Especialmente perjudicial para la corriente liberal, que lícitamente encuentra su apoyo en el último Santo Tomás, a quien Lord Acton, a falta del término liberal que alumbrarían los españoles de 1812, llamaba el primer whig de la historia, especialmente perjudicial, digo, fue la actuación de Felipe IV el Hermoso. Rey de Francia entre 1314 y 1385, su reinado marca un cambio en la concepción de la monarquía que, en contra de las tradiciones feudales, multiplica su acción directa y omnipresente. “El rey es emperador en su reino”, dicen sus Consejeros, los “legistas”, defensores de las prerrogativas reales. Prerrogativas que se ponen de manifiesto tanto en la lucha contra el Papado, como en la destrucción de la Orden del Temple para confiscar sus riquezas para el tesoro real, como en las disposiciones en contra de los mercaderes, como en la introducción de levas e impuestos regulares, en contra de los usos medievales que limitaban el poder de exacción real gracias al respeto a la santidad de la propiedad privada.
 
En estas circunstancias, la crisis religiosa, con los movimientos pietistas – beginas y begardos- y la reacción contra la especulación teológica imperante, excesivamente abstracta y desligada de la realidad, conducen a la eclosión, tanto en la Universidad de París como en Oxford, de la filosofía nominalista que tuvo su principal sistematizador en la persona de Guillermo de Ockham (1290-1349), quien extrapoló las conclusiones de Duns Scoto (1266-1308), primer sucesor de Buenaventura, hasta llegar a un relativismo escéptico, de marcado tinte pesimista. Scoto pensaba que el fundamento de la ética es la voluntad divina; para Tomás de Aquino, en cambio, la ética no queda a merced de una voluntad divina aleatoria o cambiante, sino que está gobernada por la ley eterna, inmutable, que expresa la esencia divina bajo la perspectiva intelectual. Según Scoto, toda la ley moral, en lo que no se refiere a Dios mismo, depende del puro querer de Dios, el cual sólo está limitado por el principio de no contradicción. Ockham fue más lejos y afirmó que la voluntad divina no está condicionada ni siquiera por el principio de no contradicción y que, por lo tanto, los actos humanos no son intrínsecamente buenos o malos; Dios no manda hacer lo intrínsecamente bueno y evitar lo intrínsecamente malo, sino simplemente ser obedecido, pudiendo mandar, por ejemplo, odiarle y hacer que esto sea bueno. Fácilmente se comprende que una ética de esta naturaleza, trasladada al espíritu laico, que nace y se expansiona al fin de la Edad Media, debía culminar en el subjetivismo moral que, sin duda, influiría en determinadas concepciones socio-económicas de la modernidad.
 
Que el nominalismo, derivado del fideísmo franciscano, jugó un importante papel en el advenimiento del absolutismo político, rompiendo el orden medieval europeo, en el que el estado se obligaba a los dictados de la ley natural, se ve en el pensamiento precursor de Marsilio de Padua (1275-1343). Marsilio, que llegó a ser rector de la Universidad de París, en su famosa obra “Defensor Pacis”, por un lado, en la misma línea que su coetáneo Guillermo de Ockham, sostiene que los mandamientos de Dios son puramente arbitrarios y misteriosos, incomprensibles en términos racionales y éticos. Y, por otra parte, afirma que el Estado es supremo y debe ser obedecido en todo lo que mande. De esta forma, quedaba destruida toda la doctrina de Tomás de Aquino sobre la capacidad de la razón humana para conocer la ley natural como norma de conducta, por encima de cualquier edicto del Estado, y quedaba abierto el paso al absolutismo estatal del Renacimiento.
 
La Escuela de Salamanca
 
Pero, afortunadamente, la filosofía realista, aristotélico-tomista, temporalmente eclipsada, como acabamos de ver, por el auge que experimentó el nominalismo-ockhamista, resurge, a partir del primer cuarto del siglo XVI, gracias al magisterio de los doctores eclesiásticos españoles –dominicos, franciscanos, jesuitas o agustinos- que enseñaron principalmente en Salamanca, Alcalá de Henares y Lisboa. La doctrina de estos escritores, que constituyen el núcleo de lo que se conoce como la segunda escolástica o escolástica tardía, es de singular importancia para establecer las relaciones entre economía y moral en el mundo moderno, progresivamente secularizado. La preocupación principal de todos ellos es ética, es decir, se sienten en la necesidad de juzgar la actuación de los negociantes –la clase burguesa que empuja con brío- a la luz de la teología moral. Pero, para hacerlo con fundamento, se dedicaron, más que ninguno de sus antecesores,a desentrañar el sentido económico de dicha actuación y, a decir verdad, lo hicieron con tal competencia y buen sentido que sus opiniones y sentencias son altamente útiles para enjuiciar las actuaciones, desde el punto de vista ético, incluso en el contexto de una economía que, desde entonces, ha experimentado un gran desarrollo.
 
Son muchos los maestros salmantinos que merecerían ser citados, pero, en aras a la brevedad, bastará señalar, en primer lugar, a Francisco de Vitoria (1483-1546), el fundador de la escuela, Domingo de Soto (1494-1570), Martín de Azpilcueta (1493-1586), Tomás de Mercado (1500-1575), Domingo Bañez (1528-1604), Luis de Molina (1535-1601), Juan de Mariana (1536-1624) y Francisco Suárez (1548-1617) que es, sin duda, la última gran figura de esta escuela y al que he apelado para introducir el tema de esta ponencia.
 
No voy a entrar ahora en un detallado análisis del hecho, hoy plenamente aceptado, de las aportaciones a la ciencia económica de los autores que acabo de citar. Ellos –especialmente Martín de Azpilcueta, el doctor navarro- establecieron la teoría cuantitativa del dinero doce años antes que el francés Jean Bodin (1530-1596). Ellos, especialmente Tomás de Mercado, descubrieron la teoría del tipo de cambio basada en la paridad del poder de compra. Ellos, sin excepción, perfeccionaron la teoría del valor basada en la utilidad, que llamaban generalmente deseabilidad –complacibilitas- anticipándose tres siglos a las aportaciones de Jevons, Menger y Walras. Ellos enumeraron los factores determinantes del precio de las cosas venales, dejando implícitamente establecidos todos los elementos necesarios para la formulación de la teoría de la oferta y la demanda. Es evidente que tales datos bastan para otorgar a esta escuela de teólogos y juristas un lugar destacado en la historia del análisis económico.
 
Propiedad privada y precio justo
 
Sin embargo, con ser muy importante la aportación salmantina a la ciencia económica, lo que a nosotros nos interesa es el juicio moral que aquellos doctores emitieron sobre la organización y la actividad económica. Y a este respecto hay que decir que todos, siguiendo la argumentación de Santo Tomás, estuvieron por el derecho natural a la propiedad privada. Diversos textos de Vitoria en De iustitia y de Molina en De iustitia et iure así lo prueban.
 
Todos estos maestros se pronunciaron también por la libertad económica y declararon que el precio moralmente justo es el formado de acuerdo con la oferta y la demanda, con exclusión de violencia, engaño o dolo, y siempre que haya suficiente número de compradores y vendedores, es decir, en ausencia de situaciones de monopolio público que estos doctores tenían por un crimen. Vale la pena citar a este propósito, por su frescura y conocimiento de la realidad, los textos en que Tomás de Mercado dice que el precio justo es el que corre de contado públicamente y se usa esta semana y esta hora, como dicen en la plaza, no habiendo en ello fuerza ni engaño, aunque es más variable, según la experiencia enseña, que el viento. Y que si uno trajo mercería de Flandes y cuando llegó a Sevilla vale de balde, por la gran copia y abundancia que ha, bien podrá guardarla. Mas, si la vende, no ha de tener cuenta con lo que a él le costó, o costeó por el camino, sino con lo que ahora se aprecia en la ciudad, porque a esta variedad y ventura está sujeta el arte del mercader. Ahora debe perder; otro día el tiempo tendrá cuidado de ofrecerle oportunidad y ocasión de ganar.
 
El propio Francisco de Vitoria, entre otros textos que podríamos aportar, dice: donde quiera que se halla alguna cosa venal de modo que existen muchos compradores y vendedores de ella, no se debe tener en cuenta la naturaleza de la cosa, ni el precio al que fue comprada, es decir, lo caro que costó y con cuántos trabajos y peligro, v.gr., Pedro vende trigo; al comprarlo no se deben considerar los gastos hechos por Pedro y los trabajos, sino la común estimación, el modio de trigo vale cuatro piezas de plata y alguien lo comprara por tres, ocasionaría una injuria al que vende, porque la común estimación del modio de trigo es que vale cuatro monedas de plata. Y así, si el mismo vendedor vendiera más caro el trigo, teniendo en cuenta los gastos y trabajos, vendería injustamente porque solo debe venderlo según la común estimación en la plaza, a como vale en la plaza. Y su sucesor, Domingo de Soto, defiende el precio de mercado diciendo que una cosa vale aquello por lo que puede ser vendida, excluida la violencia, el fraude y el dolo; es decir, el precio libremente debatido en un mercado en competencia, palabra que concretamente usa Luis de Molina, cuando dice que la competencia –concurrentium- entre muchos compradores, más unas veces que otras, y su mayor avidez, hará subir los precios; en cambio, la rareza de compradores los hará descender.
 
Por esto, todos los doctores de la Escuela de Salamanca miraban la regulación del precio por parte del Estado con la mayor desaprobación. A este respecto es incluso llamativa la postura de Martín de Azpilcueta, quien tajantemente se opone a la regulación del precio, porque era innecesaria cuando había abundancia e inefectiva o dañina cuando había escasez.
 
Es más, Juan de Medina, ferviente defensor de la tesis según la cual los que se meten en negocios han de asumir las pérdidas de la misma manera que tienen derecho a los beneficios, dice que el único caso en que el negociante debe estar protegido de pérdidas, mediante subsidio estatal, es cuando tiene que vender a precio fijado por los gobernantes. Con lo cual aporta un nuevo argumento contra el precio legal, ya que, dice, los subsidios a las empresas perjudican a la sociedad por entero. Y Juan de Mariana coincide con esta opinión precisando que aquellos que temiendo por la quiebra de sus negocios recurren a la autoridad, como un náufrago a la roca, intentando aliviar así sus dificultades a costa de la sociedad, son los más perniciosos de los hombres. Todo ellos, concluye, deben ser rechazados y evitados con el mayor cuidado.
 
Justificación del interés
 
En relación con el interés, la aportación de los teólogos españoles es muy importante porque demuestra la evolución del pensamiento escolástico a la par del desarrollo económico. Tomás de Aquino, en el siglo XIII, fiel todavía a la concepción del dinero como bien en sí mismo estéril, había aceptado el interés cuando el dinero no se prestaba a un particular, sin finalidad específica, sino que se facilitaba a un negociante para realización de operaciones provechosas; y, además, había reconocido el derecho a resarcirse del daño emergente al que se priva de su dinero por prestarlo. Pero no aceptaba la justificación del interés por el lucro cesante. Los escolásticos españoles del XVI, que contemplaban el auge del comercio y la nueva estructura capitalista de la sociedad, pudieron entender el valor del dinero en función del tiempo y, aunque en cierto modo seguían condenando el interés en sí, acabaron por reconocer los tres títulos extrínsecos –damnum emergens, lucrum cessans y poena conventionalis- que, en caso de que se den, justifican, con ciertas limitaciones, la percepción de un interés.
 
Tal vez la defensa más abierta del interés se debe a un autor menos conocido y hasta ahora no nombrado: fray Felipe de la Cruz, traído a colación por Alejandro Chafuen en su libro Raíces cristianas de la economía de libre mercado. De la Cruz, en “Tratado único de intereses”, publicado en 1637, tras desarrollar con ingeniosos argumentos que el valor del dinero de presente es mayor que el de futuro, lo cual entraña la aparición del interés, y demostrar cómo al desprenderse uno de sus haberes se priva de todo lo que podría hacerse con él, dice con gran sentido de la realidad que si es sentencia común de los doctores que los que están en extrema necesidad pueden tomar de lo ajeno para sobrevivir, con más razón el que tiene dinero y no puede trabajar puede prestarlo a interés para ganar para comer honestamente.
 
Los salarios
 
El tema de los salarios fue abordado por los autores salmantinos como un tema más de justicia conmutativa. Frecuentemente se incluía como un capítulo dentro de los libros que analizaban los alquileres y arrendamientos (de locatione). Todo lo que era venta de un factor de producción se analizaba en el mismo capítulo y, por tal motivo, era muy coherente tratar allí el tema del salario. Esta tradición de tratar los salarios como un tema de justicia conmutativa puede remontarse, al menos, hasta Santo Tomás de Aquino cuando señalaba que los salarios eran “la remuneración natural del trabajo como si fuera el precio del mismo”, postura que también adoptaron San Bernardino de Siena y San Antonino de Florencia, quienes tratan los salarios como los demás bienes.
 
En esta línea, Luis de Molina remarca que el salario se determina al igual que los demás precios, y el más tardío Henrique de Villalobos, muerto en 1637, piensa que en materia de salarios tenemos que juzgar de la misma manera en que juzgamos el precio de los demás bienes. Por esto, para nuestros escolásticos, la teoría del salario justo descansa en la voluntariedad, el libre consentimiento, excluyendo todo tipo de fraude o engaño. La necesidad del trabajador no determina el salario, así como la necesidad del propietario no determina el precio del alquiler o del arrendamiento. El salario justo es el que resulta de la libre negociación entre las dos partes. De aquí que resulte interesante la declaración de Francisco de Vitoria cuando dice que está obligado a la restitución el patrono que impone un cierto salario al sirviente o criado, aunque éste no lo acepte; y lo explica diciendo que el acuerdo no fue voluntario simpliciter, sino que tuvo algo mezclado de involuntario al margen, es decir, la necesidad, obligado por la cual fue a servirle, porque no pudo más, por ver que se moría de hambre y no hallaba donde ir. Y el propio Lus de Molina reconoce la obligación de restitución a cargo de los dueños cuando se determine un salario menor que el ínfimo acostumbrado, bien por ignorancia, coacción o necesidad del criado. Leonardo Lessio, en el último período de la segunda escolástica, también recurría a la oferta y la demanda como patrón del salario justo e, incluyendo el caso de aquellos que querían trabajar para adquirir experiencia y aprender un arte, piensa que es justo que estos aprendices reciban salarios por debajo del mínimo comúnmente aceptable.
 
La preferencia de los escolásticos de Salamanca por los menos dotados es clara, como lo prueba el interés que demostraron, a veces desde bandos opuestos, por las leyes de pobres, que en su siglo empezaban a promulgarse, como no es menos evidente la permanente preocupación de los autores que estamos siguiendo por el bienestar de los trabajadores y de los consumidores. Sus condenas a los monopolios, los fraudes, la coerción y los altos impuestos estaban todas dirigidas a proteger y beneficiar a los trabajadores. Sin embargo, nunca propusieron que se estableciera un salario mínimo, convencidos de que un salario por encima del de estimación común produciría injusticias y desempleo. En cualquier caso, los escolásticos salmantinos, empezando por Domingo de Soto, nunca consideraron a los salarios como materia de justicia distributiva, sino conmutativa. Por esto pensaban que no corresponde a la autoridad determinar cuáles deben ser los ingresos de los trabajadores.
 
Tamaño del Estado, gasto público e inflación
 
En cuanto al papel del Estado, la mayoría de los salmantinos que analizaron las estructuras políticas, consideraron que lo más importante no era tanto el sistema político sino más bien los derechos y las condiciones disfrutadas por los ciudadanos. Para estos escolásticos, la sociedad es anterior al poder gubernamental como, por ejemplo, afirma Juan de Mariana quien dice: sólo después de constituida la sociedad podía surgir entre los hombres el pensamiento de crear un poder, hecho que por sí solo bastaría a probar que los gobernantes son para los pueblos, y no los pueblos para los gobernantes, cuando no sintiéramos para confirmarlo y ponerlo fuera de toda duda el grito de nuestra libertad individual, herida desde el punto en que un hombre ha extendido sobre otro el cetro de la ley o la espada de la fuerza.
 
La existencia de gobierno, por sí misma, significa un límite a la libertad. Para Mariana este límite era necesario, pero para ser válido debía estar fundamentado en la voluntad popular: si para nuestro propio bienestar necesitamos que alguien nos gobierne, nosotros somos los que debemos darle el imperio, no él quien debe imponérnoslo con la punta de la espada. Como la necesidad de adoptar medidas para preservar la paz es una de las principales razones para justificar la existencia de gobiernos, parece apropiado concluir que una de las principales funciones de un gobierno legítimo es la de proteger los derechos de propiedad. Mariana era un crítico acérrimo de notorios gobernantes, que no respetaron los derechos personales como es debido.
 
Ya en el siglo XVII, Pedro Fernández de Navarrete criticaba el elevado número de personas que vivían del Estado chupando como harpías el patrimonio real, mientras que el miserable labrador está sustentándose de limitado pan de centeno, y algunas pobres yerbas, y dice que gran parte del gasto público emana de la excesiva cantidad de cortesanos
(los burócratas de los siglos XVI y XVII) y por eso es bien descargalla de mucha parte della. No basta con prohibir y estorbar que la corte se hinche de más gente, sino con limpiarla y purgarla de la mucha que el día de hoy tiene. Y aunque se juzgue que esta proposición tiene mucho de rigor, por ser las cortes patria común, es inexcusable el usar deste remedio, aviendo llegado el daño a ser tan grande y tan evidente. No resulta difícil trasladar estas atinadas, aunque duras, reflexiones a la actual situación europea caracterizada, a mi juicio, por una hipertrofia del Estado.
 
De hecho, el tan citado Padre Mariana no dejó de advertir que el excesivo gasto público, tanto entonces como hoy, es la causa esencial de la depreciación de la moneda, es decir, de la inflación, que es el impuesto más injusto, porque no es aprobado por ningún Parlamento y porque afecta principalmente a los menos pudientes. Por otra parte, es bien conocido el proceso inquisitorial que sufrió por criticar en su De monetae mutatione las manipulaciones del duque de Lerma, bajo Felipe III, para salir de la quiebra del Estado.
 
Capitalismo y protestantismo
 
El breve repaso que hemos hecho del pensamiento económico de los maestros salmantinos, al margen de su interés para evaluar la moralidad de la economía de mercado, aporta una refutación empírica a la teoría de Max Weber en cuanto al papel del protestantismo en la génesis del capitalismo. Es evidente, por lo que acabamos de ver, que los escolásticos de Salamanca, todos ellos ortodoxos doctores católicos, en lo tocante a la propiedad privada, al precio de mercado, a la libertad de iniciativa y al papel del Estado, defienden posturas que claramente se insertan en el espíritu del capitalismo. Este hecho justifica que, entre otros, H.M. Robertson haya podido escribir que no es difícil juzgar que la religión que favoreció el espíritu del capitalismo fue la jesuita y no la calvinista, aunque esta frase sea incorrecta en su formulación, ya que no existe una religión jesuita, y sea sesgada en su apreciación, ya que los escolásticos españoles del siglo XVI no pertenecían ni exclusiva ni mayoritariamente a la Compañía de Jesús.
 
Absolutismo y mercantilismo
 
Mientras, a lo largo del siglo XVII, se expandía en Europa el pensamiento escolástico español, de raíz iusnaturalista, defensor de la libertad personal y contrario a la intervención del Estado en aquellos campos en los que la iniciativa individual se basta, otra corriente, radicada en el nominalismo voluntarista, iba socavando, desde el siglo XVI, el sistema de libre mercado para imponer un sistema político-económico al servicio del Estado absoluto que, desplazando las instituciones vigentes hasta entonces, constituye lo que hoy conocemos con el nombre de “mercantilismo”.
 
Propiamente hablando, el mercantilismo no es un sistema de organización económica, sino más bien un expediente para el sostenimiento del Estado absoluto que necesitaba grandes cantidades de dinero para su política de engrandecimiento de la nación, frecuentemente a través de guerras. Al final de la Edad Media, comenzó a aparecer la figura del “burgués”, que no pertenecía ni al estamento aristocrático ni al eclesiástico, pero tampoco era campesino. La actividad de la burguesía era negociar, dedicándose especialmente al comercio, que le proporcionaba abundantes medios pecuniarios. Apoyándose en ellos, se dedicó a buscar el ennoblecimiento. El problema fiscal de los estados de la Edad Moderna le brindó la oportunidad. Mientras el estado absoluto iba asumiendo las atribuciones que antes tenían los estamentos, los cargos públicos se vendían por dinero y el dinero lo tenían los mercaderes burgueses. De este modo, al convertirse los mercaderes en agentes económicos del estado, mediante un pacto entre ambos, nació el mercantilismo: el dinero del burgués y sus negocios, a cambio de reconocimiento social y político.
 
El mercantilismo, al que podría llamarse capitalismo monopolístico de estado, que se basaba en la fuerte imposición tributaria, la prohibición de importaciones y el subsidio a las exportaciones, era proclive a la creación de privilegios especiales que implicaban la creación de monopolios por merced o venta, concediendo el derecho exclusivo, otorgado por la Corona, de producir o vender ciertos productos o de operar en determinados ámbitos. Estas patentes se concedían a los aliados de la Corona o a aquellos grupos de mercaderes dispuestos a ayudar al Rey en la recaudación de impuestos. El resultado de estas prácticas, amén de la privación de las libertades políticas y económicas de los súbditos, no podía ser otro que el déficit fiscal, la quiebra del crédito público, la inflación y, con ella, la pobreza de los pueblos.
 
El mercantilismo en Francia
 
El país donde el absolutismo se implantó más profundamente y alcanzó su culmen fue Francia, aunque Inglaterra no se quedara rezagada. El absolutismo francés se inicia en 1589, con el tránsito de la dinastía de los Valois a la casa de Borbón, con Enrique de Navarra, quien, al subir al trono de Francia, como Enrique IV (1589-1610), se esforzó por recortar el poder de la nobleza y de las instituciones del antiguo régimen, afianzando el poder real. El absolutismo del primer Borbón, continuó tanto durante la regencia de María de Médicis (1610-1614) que se dedicó a comprar con dinero la adhesión de la nobleza, como durante el reinado de Luis XIII (1614-1643) y el de Luis XIV, quien, tras la regencia de su madre Ana de Austria (1643-1661), ocupó efectivamente el trono desde 1661 hasta 1715.
 
El hombre que sentó las bases del absolutismo francés fue Jean Bodin
(1530-1596), pero el gran artífice del mercantilismo fue Jean Baptiste Colbert (1619-1683), quien en 1661, al morir el Cardenal Mazarino, se convirtió en la máxima autoridad financiera de Luis XIV, el rey Sol, encarnación del apogeo del absolutismo francés.
 
Colbert, a quien Adam Smith convierte en el blanco de sus críticas contra el mercantilismo, pudo realizar su labor gracias al apoyo de Luis XIV que, al igual que su ministro o todavía más, pensaba que su propio interés como monarca se identificaba con el interés de Francia, como lo prueba la famosa frase a él atribuida: “el Estado soy yo”. Pero esta situación pudo mantenerse a lo largo de casi dos siglos porque los distintos estamentos del país no sólo la aceptaron sino que la aplaudieron y apoyaron. Un botón de muestra de esta apología del absolutismo lo hallamos en la postura del mundo eclesiástico, cuyo exponente puede muy bien ser la oratoria del famoso Jacques Benigne Bossuet (1627-1704), obispo de Meaux y teólogo de la corte de Luis XIV, para quien todo el Estado se halla en la persona del príncipe y en él está la voluntad de todo el pueblo. En consecuencia, Bossuet pensaba que el absolutismo era un bien y que no debían existir más límites al poder del soberano que los que él mismo estableciera. De esta forma Bossuet llegaba casi a divinizar al rey absoluto. Si comparamos esta doctrina con la que, alrededor de 1600, sostuvieron los escolásticos salmantinos, en relación con la política, es evidente que el pensamiento eclesiástico se había degradado notablemente, en menos de un siglo.
 
El mercantilismo en España
 
En España, el mercantilismo se inauguró durante el reinado de Felipe II (1556-1598), dos años después de su llegada al trono. Cuando ya había tenido que hacer frente a su primera bancarrota, el Contador del Reino, Luis Ortiz, dirigió al rey un Memorial en el que se hacía un balance muy negativo de la economía española y se proponían remedios para mejorarla. Estos remedios consistían, en síntesis, en proteger las manufacturas españolas, mediante dos clases de prohibiciones: una encaminada a evitar que las materias primas salieran del país, y otra, a impedir que las mercancías extranjeras entraran en el nuestro. Estas medidas, en la línea de lo que se ha venido teniendo como típicamente mercantilista, explican que Luis Ortiz sea comúnmente considerado como el primer mercantilista español, abriendo un período que se extendería prácticamente hasta las Cortes de Cádiz de 1812, el portillo por el que el liberalismo económico, o si se quiere la economía clásica, entró en nuestro país.
 
Sin embargo, en estos dos siglos y medio, en España, en un primer tiempo, como hemos visto, el mercantilismo convivió con la escolástica, situación que duró hasta mediado el siglo XVII. Al final del período dicho, es decir, a partir de mediados del siglo XVIII, el mercantilismo español convivió con la ilustración.
 
Entre los mercantilistas de la primera época, que coincide con la depresión económica, después de Luis Ortiz, es de justicia citar a Martín González de Cellorigo (1600), Sancho Moncada (1619), Pedro Fernández de Navarrete (1626), y Francisco Martínez de Mata (1650), quienes insistieron en la recomendación de las mismas recetas. El agotamiento económico de España se puso especialmente de manifiesto a lo largo del reinado de Carlos II, último monarca de la Casa de Austria. Durante los 35 años en los que permaneció en el trono, el pensamiento económico, de clara inspiración colbertista, se manifestó en la producción literaria de algunos economistas en línea mercantilista con ribetes de un cierto colectivismo, como se comprueba en los memoriales que Alvarez Osorio dirigió al rey entre 1686 y 1691. En 1700 fallecido sin sucesión Carlos II, la corona recayó, por disposición testamentaria, en Felipe de Anjou, hijo del Delfín Luis y María Ana de Baviera, nieto, por lo tanto, de María Teresa, hermana de Carlos II. Asentada en el trono de España la dinastía borbónica –en la persona del que pasó a ser Felipe V (1700-1746), no sin dificultades solventadas por las armas con el apoyo de Francia-, el pensamiento económico, centrado en la búsqueda de las condiciones adecuadas para asegurar un ciclo que se esperaba de recuperación, siguió, sin embargo, en la línea mercantilista, con las destacadas figuras de Jerónimo Uztariz (1620-1732) y de Bernardo de Ulloa, quien en 1740 publica el Restablecimiento de las fábricas y comercio español, considerado como el último gran texto del mercantilismo español.
 
La Ilustración
 
La aparición de Bernardo Ward, economista irlandés afincado en España, que desempeñó diversos cargos públicos relevantes, al servicio de Fernando VI (1746-1759), podría significar la transición del mercantilismo, sin dejar de ser tal, hacia el pensamiento ilustrado. La obra más importante de Bernardo Ward es el Proyecto económico, concluido en 1762 y publicado en 1779. Pedro Rodríguez de Campomanes (1723-1803), el economista de Carlos III (1759-1788), declarándose discípulo del mercantilista Uztariz, propone, sin embargo, volver a la libertad de comercio que existía antes de 1543 y que tan favorables resultados produjo. Campomanes publicó anónimamente y a través de cauces oficiales sus más divulgadas obras económicas en las que su mercantilismo le condujo al planteamiento absolutista y regalista que, pasado el tiempo, se ha calificado con la expresión “despotismo ilustrado”, característica del reinado del tercer monarca Borbón.
 
En la línea abierta por Campomanes se sitúa el cultivador de la nueva agronomía, aunque no fisiócrata, Pablo de Olavide (1725-1802), el intendente de Sevilla en cuya tertulia y biblioteca Melchor Gaspar de Jovellanos (1744-1811), durante su estancia en la capital andaluza, vio despertar su interés por la economía. Jovellanos, arquetipo del ilustrado español, puede calificarse a juicio de muchos autores, como el mejor economista de su tiempo. Su extensa obra escrita y en especial el Informe de la Sociedad Económica de esta Corte Real y Supremo Consejo de Castilla en el expediente de Ley Agraria, así lo demuestra. Según el estudio de John H. Polt, citado por el Profesor Fuentes Quintana, el núcleo de los conocimientos de economía en los escritos de Jovellanos está integrado por tres principios básicos e interrelacionados: el principio del propio interés, el reconocimiento de los derechos de propiedad privada y la afirmación de las libertades económicas. Esta coincidencia con las ideas del sistema smithiano, permiten afirmar, dice Polt, que Jovellanos avanzó más allá del liberalismo mercantilista de Campomanes y, especialmente, después de descubrir “La riqueza de las naciones” (que leyó varias veces) se movió más y más en la dirección del liberalismo clásico.
 
Con la muerte de Carlos III en 1788, acaba la época que pretendía combinar el despotismo con la Ilustración y la vía abierta por Jovellanos da paso a la última generación de los economistas lustrados, más proclives al constitucionalismo, tales como Valentín de Foronda (1751-1821), Francisco de Cabarrús (1752-1810), Vicente Alcalá Galiano (1758-
1810) y José Alonso Ortiz (1755-1815). Ninguno de estos autores, salvo el último, a pesar de conocer las nuevas corrientes del pensamiento económico europeo, se esforzó, como había hecho Jovellanos, en recomendar las reformas que, de acuerdo con el pensamiento de Adam Smith (1723-1790), padre de lo que llamamos economía clásica, convenían a España. Bien es verdad que la difusión del pensamiento smithiano en España se enfrentó con numerosos obstáculos ya que las autoridades de la Inquisición no fueron capaces de entender el interés propio racional –que no es egoísmo- en que el profesor de filosofía moral de Glasgow basa, esencialmente, la riqueza de las naciones y el bienestar de los ciudadanos. Prueba de ello es que el recién citado José Alonso Ortiz que, en su afán de impulsar la libertad económica tradujo al castellano La riqueza de las naciones, vio esta traducción censurada por el Santo Oficio y la Real Academia de la Historia.
 
El liberalismo español
 
El advenimiento de Carlos IV, a la muerte de Carlos III, coincide con la Revolución Francesa (1789) y sus repercusiones ideológicas que, tras el motín de Aranjuez (1808), provocaron la abdicación del incapaz Carlos IV y el advenimiento del azaroso reinado de Fernando VII, que fue una continua pugna entre los principios constitucionales que el rey aceptaba cuando no tenía más remedio y la reacción absolutista cuando podía imponerla. En el fragor de la guerra de la Independencia, empezada en 1808 contra la invasión de Napoléon Bonaparte, en 1810 se reunieron las Cortes de Cádiz, expresión de la revolución liberal española, cuyos principios fueron recogidos en la Constitución de 1812, una de las más complejas proclamaciones teóricas del liberalismo europeo. Pero esta Constitución, por utópica realmente inaplicable, se derrumbó al regreso de Fernando VII en 1814, de forma que el pensamiento liberal español, con el paréntesis del trienio constitucional (1820-1823) tuvo que esperar a la muerte del monarca en 1833 para, dentro de las disputas internas entre liberales, imponerse por espacio de un siglo, con sus más y sus menos en cuanto al nivel de intervencionismo estatal.
 
No voy a extenderme ahora en la enumeración de los economistas que aportaron su contribución a la política practicada a partir del reinado de Isabel II, porque a pesar de que entre ellos ha habido ejemplos preclaros del pensamiento liberal, la verdad es que, incluso en los momentos en que las libertades triunfaban en el orden político, este triunfo no aportaba una verdadera libertad económica. Baste decir que la verdadera tradición liberal española, de raíz iusnaturalista, representada, como hemos visto, por la Escuela de Salamanca, imperante durante nuestro Siglo de Oro en el apogeo político de España, se esfumó coincidiendo con la postración económica y política del país. Perdida la esencia del pensamiento salmantino, los partidos que se llamaban liberales o progresistas eran, sobre todo, anticatólicos, se enfrentaron con la Iglesia y, mediante procedimientos llamados de desamortización, se apoderaron de los bienes eclesiásticos, tanto para atender a las necesidades financieras de los gobiernos, metidos en guerra con los carlistas que no aceptaron la proclamación de Isabel II como reina de España, como para enriquecer a los que querían atraer al progresismo; todo lo cual es más propio del mercantilismo que del liberalismo.
 
A los fines de mi intervención me parece más importante recordar que la independencia de las colonias americanas, entre 1810 y 1826, tuvo lugar cuando en España lo que todavía primaba era la monarquía absoluta en la política y el mercantilismo en la economía. Y la desgracia fue que, al revés de lo que cincuenta años antes habían hecho las colonias inglesas que, al independizarse, crearon un nuevo orden liberal, los independentistas hispanos, mirando a la metrópoli, de la que con tanto afán se separaban, organizaron su independencia manteniendo la estructura político-económica de la España feudal y mercantilista, con los consiguientes monopolios y privilegios en manos de las clases dominantes. Esta situación, con escasas excepciones, se ha mantenido hasta el día de hoy, de forma que la mayoría de los países hispanoamericanos se han visto dominados, a lo largo de los años, por grupos de intereses, continuamente o en forma rotativa asentados en el poder, lo cual, con el agravante de las periódicas perturbaciones del orden gubernamental y los desafortunados experimentos de raíz socialista o constructivista, ha supuesto la permanente exclusión de las verdaderas libertades políticas y económicas que estos países hubieran necesitado para su desarrollo. Pero nunca es tarde para reaccionar. Tras el fracaso del modelo mercantilista, socialista, constructivista, los países de América Latina aprovechando el fenómeno de la globalización, del que ya hemos hablado esta mañana, pueden reaccionar intentando seguir el camino que, en el Siglo XVII, siguieron los Peregrinos del Mayflower, una vez que, espero haya quedado claro, no hay nada que se oponga entre el pensamiento liberal, bien entendido, y el pensamiento cristiano.